Un hombre está cenando sólo en un restaurante. Lo hace a menudo, al menos una vez a la semana, un lugar diferente en cada ocasión. Suele elegir cenas ligeras, ya que a sus más de cincuenta años su cuerpo no le permite otra cosa, y siempre pide una copa de vino tinto. Espera pacientemente a que le sirvan, cuando le llegan los platos come sin prisas, masticando concienzudamente, mirando pensativo hacia un infinito interrumpido por las mesas y los camareros.
Su mujer, mientras tanto, piensa que está con una amante. Además de las continuadas ausencias por supuestas reuniones de trabajo o citas con viejos amigos, el marido le ha dejado pistas falsas a través de llamadas y mensajes misteriosos, de rastros de alargados cabellos en su ropa, de aromas de perfume o leve rastros de carmín en sus camisas.
Pero, no, no tiene ninguna amante, no tiene ni la energía ni el apetito para ello. Todo es un artificio que él ha provocado para combatir la monotonía insoportable en la que se ha convertido la relación con su mujer. Prefiere que ella sienta celos e incluso llegue a odiarle a continuar con el insufrible encefalograma plano de su matrimonio.