Secretos y Melocotones

Cuando abrimos la tapa del ataúd, los cuatro dimos un paso atrás debido al tufo que desprendía aquel fiambre. Llevaba dos semanas muerta, a pesar de la oscuridad podía vislumbrarse su cuerpo hinchado, los ojos casi salidos de sus órbitas, la piel verdosa y el hedor, el peor que había sufrido nunca.

«Venga, cuanto antes lo hagamos, mejor» – dijo Lucía, que para eso era la autora intelectual de aquella locura.

Sacó parte del cuerpo del ataúd, de tal forma que la cabeza sobresalía de él, y pidió ayuda para estabilizarlo.

«Joder, que alguien haga el favor de ayudarme, ¡ostias!»

Carlos se acercó y sujetó a la putrefacta abuela, mientras Lucía cogía la sierra. Yo puse la nevera portátil junto al ataúd y la abrí.

«Bueno, pues vamos allá» – dijo Lucía y acto seguido comenzó a serrar el cuello de la difunta.

Luis había estado paralizado desde que sacamos el ataúd del nicho. Sólo ahora parecía reaccionar, con leves muecas que mostraban como su rostro se acompasaba con el rítmico runrún del serrucho que sesgaba la cabeza de su abuela.

«Sujeta la cabeza, sujétala, que está a punto» – me dijo Lucía.

Cogí la cabeza por el cogote, preparado para meterla en la nevera en cuanto se hubiera desprendido del todo. Por fin, la cabeza se soltó del cuerpo, la metí y cerré la tapa con rapidez.

Nos dimos un par de segundos para respirar y mirarnos los unos a los otros. Lo habíamos hecho, pero esto sólo estaba empezando.

Volvimos a meter el cuerpo en el ataúd, lo cerramos y volvimos a subirlo al nicho. Luis se encargó de encajar la lápida otra vez, los demás limpiamos el estropicio que habíamos dejado y en cuanto terminó cogimos los bártulos y la nevera con la cabeza de la abuela, y por fin nos largamos de aquel cementerio.

Tardamos menos de veinte minutos en llegar a mi casa, donde teníamos preparado el artilugio donde íbamos a conectar la cabeza de Doña Rocío, la abuela de Lucía, Carlos y Luis.        

La sacamos de la nevera, y la coloqué en el pedestal del aparato. Comencé por insertarle los tubos en las venas y arterias, con el fin de reestablecer cuanto antes el flujo de la sangre artificial por su sistema sanguíneo. Después le incrusté en la nuca los cables que iban a proporcionar energía a ese cerebro muerto y por último puse una veintena de sensores alrededor de su cabeza. Cerré la puerta de cristal del aparato y ejecuté varios comandos en el ordenador portátil que estaba conectado a la máquina.

«Bueno, son las tres y media de la mañana, yo creo que ya vale por hoy» – dije a los tres primos, que habían observado en silencio como había conectado la cabeza de su abuela a la máquina que intentaría sacar la información que necesitaban.

Estábamos agotados y había que esperar varias horas a que el sistema reactivara el cerebro, así que nos fuimos todos a dormir.

Lucía durmió conmigo. Ella es la que me había metido en todo aquel lío. Estuvimos liados un tiempo, hacía un par de años, sabía de mis habilidades de hacker y de mis incursiones en el peligroso mundo de la mafia del robo de memorias. Desde el mismo momento en el que los implantes de chips en el cerebro se hicieron populares, hacía ya unos diez años, la oportunidad de negocio estaba ahí para los poco escrupulosos. Esos chips te permiten conectarte a la red, a tus aparatos electrónicos, procesar mejor tus memorias, mejorar tus habilidades intelectuales y sociales, pero también pueden hackearse, extraer la información que procesan, manipularse. Como cualquier otro sistema informático, era proclive a ser contagiado por virus que podían incrustarse en esos caros implantes que la gente se estaba poniendo en masa.

Por supuesto, las empresas que los comercializaban invertían ingentes cantidades de recursos para bloquear cualquier ataque, y era realmente difícil superar esas barreras, pero, siempre, siempre, siempre, hay un talón de Aquiles, y cualquier adolescente con todo el tiempo libre del mundo y ganas de aceptar el desafío, acabará por encontrarlo.

Yo fui uno de esos adolescentes, ermitaño, retraído, inteligente, anarquista, provocador y pajero. Desarrollé algunos virus inofensivos, que sólo pretendían tomar el pelo a la gente. Uno de ellos, por ejemplo, hacían pronunciar a los portadores de los chips infectados la palabra “melocotón” cada vez que alguien pronunciaba delante de ellos la palabra “Qué”. Y buenas risas que me eché con aquello. Hackeé las cámaras de seguridad de casas de gente infectada por mi virus para ver cómo funcionaba y éste es el tipo de situaciones que observaba:

El marido tomando el café con su mujer mientras desayuna, le dice:

«No sé dónde vamos a ir a parar, esta noticia dice que la economía…»

«Melocotón» – responde la mujer sin siquiera darse cuenta de que había pronunciado la palabra.

«¿Qué?»

«Melocotón» – esta vez la mujer se percata de que ha dicho, por segunda vez, melocotón sin venir a cuento.

«¿Cómo?» – pregunta otra vez el marido, extrañado.

«No sé por qué lo he dicho…» – replica la mujer, intrigada.

«Melocotón» – dice esta vez el marido, cuyo chip cerebral también está infectado por mi virus. Pero todavía cree que lo ha dicho de forma voluntaria.

«Sí, melocotón, no sé por qué…»

«Melocotón» – insiste el marido…

Ambos se ríen, no son todavía conscientes de que algo no está funcionando con su chip. Horas después ya no les hace tanta gracia, se ponen nerviosos, sospechan que algo no funciona con los implantes y llaman enfurecidos al servicio de atención de usuarios de la empresa de los chips para explicar, entre melocotones, lo que les está sucediendo.

A partir de este momento, me sabe mal el lío que estoy montando y desactivo el virus. Además, no quiero hacerme notar demasiado, no vaya a ser que vengan a por mí.

Te sientes poderoso. Ser capaz de manipular estos sistemas tan complejos te hacen sentir que eres el puto amo. Y llega el momento en el que piensas que quizás puedes utilizar ese poder para algo más importante.

Me alié con otros hackers para llevar a cabo acciones con fines políticos. Elegíamos a la personalidad pública de turno, que podía ser un político, un presentador de televisión o incluso un jugador de fútbol, les inoculábamos un virus durmiente que activábamos cuando queríamos. Así dejamos mudo a un político importante durante un debate político, con el fin de que quedara como un patán delante de todos; o le hicimos hablar con acento marroquí, sin que lo notara, a un presentador de televisión que se caracterizaba por sus visiones racistas y ultraderechistas de la realidad; o hicimos que una estrella de fútbol hablara, durante la rueda de prensa anterior a un partido importante, de la importancia de apoyar medidas que luchen contra el cambio climático.

Era genial, estaba utilizando mis habilidades para hacer un mundo mejor. O eso es lo que yo creía…

El político que convertimos en hazmerreír porque no fue capaz de articular una palabra durante un debate importante, se suicidó pocas semanas después. No fue sólo por lo que le hicimos, para suicidarse hay que acumular muchas razones, y esta persona tenía problemas con la mujer, con los hijos, sospechoso de varios casos de corrupción… Si se suicidó no fue sólo por le de dejarle sin palabras, pero, definitivamente, pudo ser la gota que colmó el vaso.

Por otra parte, algunos de los hackers que conocía no utilizaron sus habilidades con espíritus altruistas. Uno de ellos aprovechó el virus que inoculamos al jugador de fútbol para hacerle jugar el peor partido de su vida en una final, y al mismo tiempo apostar una cantidad importante de dinero en contra de su equipo. Se hizo millonario con aquello.

Otros hackers desarrollaron sistemas para descargar información de los cerebros de las personas: cuentas bancarias, secretos industriales, secretos sexuales que podían utilizarse para chantajearlos… Mafias de todo el mundo pagaban cantidades ingentes de dinero por esta información, y muchos de esos hackers acabaron trabajando para ellos.

Decepcionado, yo ya no quería tener nada que ver con todo aquello. Aproveché mis habilidades para encontrar un trabajo muy bien pagado en una empresa de seguridad informática. Así que acabé pasándome al otro lado.

Cuando conocí a Lucía ya trabajaba en esta empresa. Ella era una estudiante de Bellas Artes, atractiva, idealista, alocada, con una mente muy abierta para los temas sentimentales y sexuales. Por eso dije antes que “nos liamos por un tiempo”, ya que no podía considerar a Lucía como una novia. Ella salía siempre con varias personas a la vez, hombres y mujeres, nos compartía, a veces incluso sobre la misma cama. A mí no me importaba, ya que no estaba realmente enamorado de ella, estaba más bien fascinado por su energía, por su pureza, por su intensidad.

Perdí el contacto con ella cuando se fue a Estados Unidos a estudiar un posgrado. Así que me sorprendió cuando una mañana me llamó por teléfono, años después, y me dijo que teníamos que hablar…

…y el resto, en este libro…