Diego de Vargas

Finalista del XXVI Certamen Frida Kahlo

I

La primera vez que Diego de Vargas murió a todo el mundo le dio mucha pena.

En el Alcaraz, provincia de Albacete, de 1919 la resurrección era un tema que a todo el mundo le sonaba a algo de iglesia, pero a nadie le dio nunca por pensar seriamente en ello. Había temas mucho más importantes e inmediatos, como la cosecha de trigo, los campeonatos de volea, la revolución bolchevique o la guerra de África. El 25 de marzo, martes, en la Plaza Mayor había mercado. El sol abochornaba a la multitud que ocupaba el empedrado, invitando a los menos dispuestos a soportar los rigores de la calina a tomar una limonada en alguna de las tabernas que rodeaban la plaza, como la de Las Columnas, o la de El Pernales.

Allí, apoyado en la barra de El Pernales, se encontraba Diego de Vargas aquel día, con su pantalón de pana nuevo y su chaleco marrón. Diego había ido mercado a vender unas mulas que ya no le daban servicio, pero se notaba demasiado que eran viejas y no encontró pardillo que se las comprara. Después del segundo chato de vino salió de la taberna y se reunió con uno de los miembros masculinos de su prole, que cuidaba de las mulas en un extremo de la plaza. La rabia por no poder vender su mercancía le impulsó a propinar un fuerte puntapié en el trasero de «Dorotea», una de sus mulas. «Dorotea» era normalmente una mula muy mansa, y de cien puntapiés que le dieras habría sido difícil que respondiera a uno, pero aquel día a la mula le dio por desahogarse y soltó una brutal coz al aire. Y si Diego no se hubiera agachado para limpiarse los zapatos a lo mejor el mal hubiera sido otro, pero el caso es que la herradura y la sien de Diego de Vargas se encontraron, poniéndose la sien en el lugar de su cogote. La morbosa multitud de la plaza se arremolinó en torno al coceado, su hijo y la mula, grupo al que pronto se unieron el cura y el médico del pueblo. Don Fermín, el cura, que no era licenciado en medicina, pero entendía de estas cosas, se apresuró a dar la extrema unción a Diego de Vargas sin esperar el diagnóstico de Don Manuel, el médico, que trataba en vano de reanimar al dueño de la mula. El galeno se rindió al fin y el médico, el cura, el hijo, la multitud morbosa y la mula dieron por finado al bueno de Vargas.

Diego era conocido y, hasta cierto punto, respetado en el pueblo y sus alrededores, por lo que su primer entierro fue muy concurrido y sentido, con gente subida a los muros, a los árboles, a las tumbas y a algunos crucifijos de piedra, con el consiguiente cabreo del padre Fermín, porque muchos de los parapetados de forma casi herética en las tumbas y las cruces tenían fama de republicanos e izquierdistas.

Ya de noche y con Diego enterrado, unos jóvenes disfrutaban de un apasionado entendimiento contra la pared exterior del cementerio cuando unas voces lejanas cortaron el ritmo de los amancebados. Entre cabreado y acojonado, el joven miró por encima de la tapia del camposanto, porque de allí parecían provenir las voces. Sus sospechas se reafirmaron y, con dos cojones y por coherencia con su ateísmo, saltó la tapia para averiguar de dónde procedían los chillidos, mientras la joven, más religiosa ella y con más respeto por los muertos, se dirigió veloz hacia su casa. No le resultó difícil encontrar el origen de los aullidos: la tumba del recién enterrado Don Diego de Vargas. Buscó ayuda entre algunos del pueblo y se pusieron a desenterrar al presumible ex-interfecto. Pronto llegaron curiosos, familiares, la Guardia Civil, el alcalde, el médico y Don Fermín, el párroco, formando una estampa curiosa, con su luna llena, sus candiles, sus camisones, sus voceríos y sus rezos.

Cuando consiguieron abrir la tumba, Diego de Vargas se incorporó con tal brusquedad y con la boca tan abierta por la falta de aire que provocó un griterío de terror oído en las pedanías y pueblos de los alrededores, amén de provocar varias huidas, cagaleras, meadas y desmayos, incluso uno de los guardias civiles pegó un tiro en plena carrera hacia la puerta del cementerio.

Tras los segundos iniciales de desconcierto, el cura se acercó con pasitos cortos, crucifijo en mano, soltando latinajos. Pero en cuanto se percató de que Diego no era fantasma, sino hombre sofocado y terrenal, bajó el brazo y le dijo:

«¡Coño, Diego, qué susto nos has dado!»

A lo que él respondió:

«Me… me duele la cabeza».

Al día siguiente los alrededores de la iglesia estaban concurridísimos para ser jueves. Diego había pasado la noche allí y estaba siendo investigado por el médico, el cura y la Guardia Civil. Todos estaban estupefactos, porque vieron el supuesto cadáver del Vargas, con su cara completamente hundida por la coz, que hasta perdió masa encefálica según el médico, y ahora se lo encontraban sin hundimiento facial, sólo con algunos moratones encima de la ceja y debajo del pómulo del lado derecho. Pero el caso es que estaba vivito y coleando, por lo que el médico atribuyó el fenómeno a algún extraordinario proceso de regeneración óseo que merecía ser investigado, el cura a un milagro más de la Virgen de Cortes y la Guardia Civil inició una investigación, no fuera que todo formara parte de un montaje para no se sabe qué oscuros fines.

II

El tiempo pasó y Don Diego de Vargas pudo seguir con una vida más o menos normal. Eso sí, con la afición de la gente por los apodos fue inevitable que le hicieran acreedor de un buen puñado de ellos: «Diego Coz», «Morritos», «El sofocao», «Buenasiesta»… Aunque el que más arraigó entre el populacho fue el evidente e inmediato «El Resucitao».

Su resurrección, o lo que puñetas fuera, proporcionó una fama que a Diego no le desagradó, porque le proporcionó una serie de ventajas evidentes: en las tascas, cada vez que un forastero curioso se acercaba al pueblo, le invitaban a vinitos para que contara una vez más su historia de coces y cementerios; por otra parte, las mozas del pueblo se fijaron más en él, aprovechándose de esta circunstancia con algún que otro apasionado y sensual encuentro, debido a que la relación con su segunda mujer no se asentaba en un sólido vínculo sentimental.

Hasta que el 12 de noviembre de 1921 al resucitado Diego la muerte se le volvió a cruzar en su camino. Otra vez en la plaza del pueblo, y otra vez en la taberna de El Pernales, llamada así porque fue frecuentada por el famoso bandolero El Pernales, hasta que lo mataron pocos años antes. Precisamente uno de los compañeros de fechorías del bandolero, Antonio el Culebra, se dejó caer por allí después de años en los que no se supo nada de él. Pensaba que sus tiempos de bandolería habrían sido ya olvidados y se atrevió a entrar en la taberna a tomar un chato de vino. La Guardia Civil fue rápidamente avisada por su chivato habitual y se presentó en el lugar con una rapidez impropia del Cuerpo de la Benemérita. Los agentes del orden forcejearon con un individuo que proclamaba que se había regenerado, que tenía familia y hacienda y que ahora era hombre de bien, hasta que una de las escopetas se disparó, alcanzando en medio de todo el pecho, casi a bocajarro, al bueno de Diego de Vargas.

El nuevo entierro aglutinó a mucha más gente que el primero, porque el pasado reciente del finado invitaba a toda clase de comentarios y expectativas. La noche después de ser enterrado, varios guasones se instalaron alrededor de su tumba, bien pertrechados con botas de vino, hogazas de pan, chorizos y palas. Y no tuvieron que esperar demasiado, porque al poco empezaron a escuchar voces que provenían de la tumba. Esta vez Diego salió menos ahogado por la rapidez en la que fue rescatado.

Al día siguiente en la iglesia, el médico, el cura y la Guardia Civil volvían a investigar al resucitado como hicieran un par de años antes, pero con diferentes conclusiones. El médico dedujo que no se trataba de regeneración ósea sino de una sangre con propiedades extraordinarias, el cura dudaba entre atribuir el milagro a la Virgen o al Demonio y la Guardia Civil descartó móviles oscuros en el suceso, porque se lo cargaron ellos mismos.

III

Después de su segunda muerte los vecinos se tomaron lo de las re-resurrecciones con algo más de respeto y Diego de Vargas dejó de disfrutar de la simpática fama que tuvo hasta ese momento. La gente le tenía miedo y se santiguaba a su paso. No sólo dejaron de invitarle en las tascas, sino que le llegaron a negar el paso en alguna de ellas. Y no pudo disfrutar más de las mozas del pueblo, a las que podía más su temor por las capacidades reanimatorias de Diego que sus aficiones por los malabares carnales. Y es que con más de 50 años seguía aparentando 30, hecho éste que no colaboraba en normalizar la situación. Hasta su mujer, Ignacia, y algunos de sus hijos le tenían excesivo respeto, lo que contribuyó a que esos años fueran especialmente insoportables para «El Resucitao». Harto de vivir de esa manera, se ahorcó el 3 de Julio de 1923.

Esta vez el velatorio fue organizado por la Guardia Civil, en el cuartelillo. Nadie se planteó enterrarlo. A las 14 horas de su muerte, Diego se encontraba absolutamente pálido, sin pulso y sin respiración, boca arriba, desnudo sobre una mesa de madera, rodeado por varios números armados de la benemérita, el cura y el médico. De repente, el finado respiró una vez de forma notablemente sonora, lo que provocó la reacción inmediata de sus observadores: el cura levantó el crucifijo y parlamentó en latín, los guardias civiles le apuntaron con las pistolas y el médico le auscultó el pecho.

«1 latido por minuto – apuntó el galeno, mirando asombrado el reloj».

El muerto inició entonces un movimiento que hizo retroceder a los presentes. Lentamente, se puso de lado sobre la mesa, como si durmiera de lado, con sus manos debajo de la mejilla y todo. Durante las horas siguientes el cadáver fue recuperando paulatinamente el color, la respiración, las pulsaciones por minuto. Cuando despertó se encontró desnudo delante de un enviado de la diócesis que había acudido a apoyar al cura, un médico con gafas de un hospital de Albacete y un coronel de la Guardia Civil, además del equipo de investigación habitual del pueblo. El coronel fue el primero en hablarle.

«Usted ayer estaba muerto, ¿qué tiene que decir al respecto?»

Diego de Vargas, sentado sobre la mesa y con cara de sueño, todavía no era consciente de dónde o con quién estaba. Estiró los brazos mientras en su boca empezaba a gestarse el embrión de un enorme bostezo. Después de desperezarse a conciencia se percató de la situación y recordó todo lo sucedido.

«¿Tampoco me he muerto esta vez?»

«Bueno, en realidad sí, pero sólo un rato», dijo Don Manuel, el médico.

El médico del hospital de Albacete se molestó por el comentario de su colega:

«Vamos, vamos, no diga tonterías. Evidentemente el señor Vargas no llegó a morir, sino que entró en algún tipo de estado cataléptico que disminuyó sus constantes vitales a niveles imperceptibles a nuestros instrumentos».

«¡Ja! Usted no vio como le dejó la cabeza la mula hace años, ni los agujeros que tenía en el pecho cuando la segunda vez – dijo el padre Fermín, escéptico ante la posible contribución de la ciencia al esclarecimiento del extraño fenómeno –. Es evidente que nos enfrentamos a algo sobrenatural, y la única duda es si esto es consecuencia de alguna intervención divina o, por el contrario, se debe a alguna treta del maligno, que se vale de este pobre infeliz para burlarse de todos nosotros».

El cura de la diócesis, que hasta ese momento se había limitado a escuchar, se acercó a Diego de Vargas y observó con detenimiento las heridas que el fallido ahorcamiento había provocado en su cuello. En su momento fueron heridas de consideración, pero el examen superficial del sacerdote reveló que ahora se trataban de simples rasguños. Después de mostrarse meditativo durante unos segundos, el de la diócesis habló:

«Me resulta difícil pensar que todo esto es el resultado de una farsa por la credibilidad que me merecen tanto Don Fermín como Don Manuel, amén de otras respetables personas del pueblo a las que he consultado. Pero unas cosas son los hechos y otras las interpretaciones de los mismos».

En ese momento, el coronel de la Guardia Civil sacó la pistola de su cartuchera, apuntó a la cabeza de Diego de Vargas y, ante la sorpresa de todos los presentes, le descerrajó un tiro en medio de la frente. El pobre ex-ex-cadáver cayó al suelo con la cabeza abierta, dejando generosamente salpicados a todos los presentes de buenas raciones de sangre.  El coronel sacó un enorme pañuelo blanco de uno de sus bolsillos y comenzó a limpiarse la cara mientras decía:

«Bueno, pues estos son los hechos. Si de esta resucita, pasamos a las interpretaciones, ¿vale?».

Y salió tan campante de la sala. El coronel se llamaba José Romero Rodríguez y en la zona era conocida su fama de putero y de bruto, pero nadie esperó una decisión tan resolutiva por su parte. Las reacciones de todos estuvieron marcadas por el nerviosismo y por la grima que les causaba sentirse impregnados por toda esa sangre y por ver los sesos de Diego de Vargas desparramados por la habitación.

«¡Qué animal! «, dijo Don Manuel, el médico del pueblo.

«Joder, y tanto», respondió el sacerdote de la diócesis, «pero, bueno, ya que estamos… comprueben que el sujeto ese está muerto@.

«¡Acaso lo duda!», exclamó el médico de Albacete.

«En otra situación no lo haría, pero en un caso como éste ya no sé qué pensar. Por favor, analicen bien al interfecto y determinen con exactitud los daños que ha sufrido».

«Pero Padre», Don Fermín era de los más afectados , «acabamos de presenciar un asesinato a sangre fría».

«Bueno, técnicamente no, porque el sujeto ya estaba muerto».

«Pero…».

«No me sea tiquismiquis. Si le tranquiliza, estudiaré esta situación en los tratados de teología, pero no es el momento de opinar sobre esto. Seamos prácticos: esto nos ayudará a aclarar la situación. Además, ¿no va usted a acusar a todo un coronel de la Guardia Civil de asesinato?».

«No, si no he dicho eso, pero…».

«Ni peros, ni nada. Lo vuelven a poner en la mesa, lo analizan y observaremos al muerto a ver qué pasa. Me voy a comer algo, que tengo hambre».

Y así se hizo.

El rumor de lo que había pasado corrió de boca en boca por todo el pueblo y por toda la región: había resucitado otra vez y el coronel, en un acto de valentía que le dignifica, disparó a Diego de Vargas cuando éste se disponía a atacar salvajemente al cura Fermín. La actitud agresiva del resucitado atemorizó aún más a los lugareños, que esa noche se encerraron en sus casas y rezaron todo lo rezable y más. Hasta los más anarquistas dieron un repaso ejemplar al rosario, demostrando que cuando uno quiere se acuerda de las cosas, por muy olvidadas que estén.

De nuevo frente a la mesa con el cadáver desnudo se encontraban el cura Fermín, el médico Don Manuel, el cura de la diócesis, el médico del hospital de Albacete, el coronel y tres números de la Guardia Civil. Pasaron las horas y no parecía suceder nada destacable de mención, hasta que Don Manuel se percató de que la herida de la cabeza estaba menos abierta que antes. No fue algo que sucediera de repente, sino que fue un proceso tan lento e imperceptible que no fue aparente hasta que pasaron varias horas. Todos estuvieron de acuerdo con Don Manuel y presenciaron atemorizados como la herida se iba cerrando y como la masa encefálica perdida por el impacto de la bala se regeneraba paulatinamente. Pero Diego de Vargas seguía muerto, por lo menos hasta lo que alcanzaban a entender los médicos presentes. Al fin la herida se cerró y, después de 32 horas más o menos, el muerto respiró. Los doctores determinaron:

«1 pulsación por minuto».

Y Diego se volvió a girar, como si estuviera durmiendo en su cama de toda la vida.

A partir de ese momento todos los presentes pusieron en práctica sus dotes profesionales: los curas esparcieron agua bendita como para regar dos fanegas de tierra y recitaron latín por los codos, los médicos utilizaron sus instrumentos para determinar cómo evolucionaban las constantes vitales del sujeto y los guardias civiles, pistola en mano, no le quitaron el ojo de encima.

Cuando se despertó se desperezó plácidamente y, atontado por la larga siesta, preguntó ingenuamente:

«Y ustedes, ¿qué hacen aquí?».

«Señor Diego de Vargas, ayer le pegué un tiro en la cabeza, ¿no se acuerda?».

«¡Ah, sí! …», Diego se empezó a frotar la frente y recordó lo sucedido. «Oiga, con todos los respetos que me merece la Benemérita, que sepa que esas cosas duelen».

«Supongo, usted sabrá, porque no sé de otro que lo sepa con exactitud, la verdad».

IV

La vida de una persona que ya se ha muerto cuatro veces tiene que ser a la fuerza pelín complicada, sobre todo cuando tus convecinos se lo toman a mal. Y el caso es que esto no era culpa de nadie. Por una parte, Diego de Vargas no era culpable de poseer la exótica habilidad de no morirse ni aunque le abrieran la cabeza. Era como un acto reflejo, instintivo, que no tenía relación con su voluntad como quedó demostrado en su tercera muerte, que fue por suicidio.

Por otro lado, ¿cómo no tener cierto canguelo por una persona que hace cosas que no hacía nadie desde casi dos mil años atrás? Para más inri, el tío va y lo hace más y mejor, vamos que ni Dios podía superarle.

Además, por toda la región corría de boca en boca esa espeluznante historia en la que Don José Romero Rodríguez, excelentísimo Coronel de la Benemérita, salvó al párroco de Alcaraz de una terrible muerte por el tremendo bocado en la yugular que el diabólico Vargas iba a dentellearle furiosamente. Nada más nacer, la historia de la heroica acción del guardia civil sufrió sucesivas bifurcaciones que enriquecieron vivamente la épica de la sosa realidad: en una de las versiones, de Vargas resucitó con un cuerpo tres o quince veces superior al suyo habitual; en otra, a pesar del fuego que expulsaba el diabólico vecino por la boca, oídos, nariz, pene y ano, el coronel, ayudado por sus subalternos, logró reducir al caliente delincuente no sin azarosas dificultades; una de las más emocionantes y narradas fue aquella en la que el temido Diego regurgitó por la boca más de veinte monstruos, cada uno más baboso y feo que el otro, pero el sable del héroe, el crucifijo del párroco y tres tinajas de agua bendita consiguieron acabar con semejante grupo de impresentables.

Así las cosas, el oscuro pasado de Diego de Vargas, su temible presente y su interminable futuro sacaron el miedo que todo coherente ciudadano tenía dentro del cuerpo, el verdadero miedo encontró al fin su excusa para apoderarse de todos los ciudadanos. A pesar de estar encerrado en el calabozo más oscuro e inexpugnable del cuartelillo, las calles de Alcaraz y los pueblos más cercanos sólo eran pisadas por fugaces y escasos viandantes, estaban yermas de niños y de abuelas, de burros y de charlas, cargadas de silencios con murmullos de rezos y cautelas. El miedo de la región se sentía dentro de las casas, los vecinos se reunían alrededor del fuego de la chimenea y de estampas de Vírgenes y útiles santos y beatos. Era un miedo mancomunado, compartido, era un miedo que concentraba todos los miedos, el miedo a la muerte, a la vida, al dolor, al rechazo, a la soledad, a la Guardia Civil, al fuego eterno y a las almorranas. Pero para aprehender tanto miedo era necesario aglutinarlo, comprimirlo y personalizarlo, y menos mal que Diego de Vargas asumió ese necesario papel.

Mientras, en un oscuro calabozo, el hombre que no moría se encontraba acurrucado en un rincón, desnudo, tiritando de frío, hambriento, porque sus carceleros confundieron su cualidad imperecedera con las necesidades de desayunar, como si el comer no fuera algo común a los mortales y a los inmortales. De todas formas, lo que más encogía el ánimo de Diego era el miedo que él también sentía, como sus vecinos y familiares. Pero su miedo era diferente porque él estaba dentro de ese perverso cuerpo, ese cuerpo que tenía la indómita costumbre de restaurarse, que tenía un apego tan extraordinario a la vida, que no era capaz de comprender que todos estamos aquí por un rato, que con su egoísmo no compartía sus carnes con los gusanos, porque los gusanos también tienen sus derechos, leches, que llevan haciendo su trabajo religiosamente durante miles de millones de años para que, de repente, venga un enteradillo que, sin ser Dios, ni hijo de Dios, ni pariente cercano, se niegue a ser almorzado como corresponde.

El miedo a su cuerpo y a los gusanos consumía a Diego. Y el miedo iba acompañado de un complejo de culpa, un complejo de culpa tan ambiguo y borroso que le obligó a buscar en su pasado alguna razón, algún acontecimiento que fuera la causa de su desgracia presente y futura. Al escudriñar en su pasado Vargas recordó su infancia, recordó a su madre y a su padre, a sus once hermanos, y recordó que precisamente para él, que era incapaz de morirse, la muerte fue algo habitual desde que fue un niño. Su madre murió cuando sólo tenía cuatro años, cuando dos de sus hermanos mayores ya habían muerto. Tres hermanos murieron después, otro desapareció, y continúa desaparecido, y la última muerte de esa siniestra serie fue la de su padre, cuando él contaba con veinte años. Las causas de las muertes fueron variadas, unas por enfermedades, otras por accidentes, y una, la de su hermana Claudia, porque fue asesinada por su marido. Pero desde que Diego se casó con su primera esposa, Teresa, su rutina social dejó a un lado los velatorios y los entierros. Sus hijos nacieron todos sanos y su mujer era fuerte como una mula, tan saludable que sólo se constipó dos veces en los casi treinta años que duró su matrimonio. Hasta que las entrañas de Teresa sacaron el tumor que tenían dentro, que actuó sigilosamente durante años y cuando salió a flote sólo tardó tres semanas en llevársela por delante.

Así, recordando tanta muerte, pensó que él, de alguna forma, se apoderó de las vidas que a sus familiares les quedaba por vivir. Todos acudieron a la muerte algo pronto, mientras que él siempre estaba ahí al lado, sin que esa muerte le hiciera el más puñetero caso. Por alguna singular razón la muerte le premió o le castigó con sobrevivir a sus más allegados, y Diego pensó, en su racional búsqueda de explicaciones, que cada vez que alguno de sus familiares moría la socarrona muerte añadía a su vida los años no vividos de los que se fueron. Por fin encontró su culpa, una culpa en la que descargar su tristeza, una culpa agrandada por la vergüenza de vivir la vida de sus hermanos, padres y esposa.

Mientras Diego se atribulaba y pasaba hambre en el calabozo, en la tasca de El Pernales las autoridades competentes apechugaban con el deber de hacer frente a la situación, bien pertrechados de jarras de vino y buenos platos de chorizo, morcilla, tocino y cordero.

«Yo no quiero meterme en asuntos de iglesia, de cielos o de infiernos, porque no entiendo de nada de eso y además no me interesa. Yo de lo único que entiendo es de las cosas terrenales y del orden público, y lo cierto es que ese individuo representa un peligro cierto para el pueblo y para España entera. Uno no puede no morirse y quedarse tan campante. ¿Se imaginan si utilizara su extraña habilidad para hacer alguna fechoría? Un hombre que se muere, cambia de identidad y aparece no se sabe dónde para hacer no se sabe qué. Las posibilidades delictivas de un individuo así son inmensas».

El Coronel había dicho esto mirando fijamente al médico de Albacete, morcilla en mano, con una firmeza tal que acojonó un tanto al galeno manchego. El cura Fermín fue el único que se atrevió a replicarle.

«Mire Coronel. Todo eso que usted dice podría ser válido para un sujeto de moral dispersa o incluso para un desconocido. Pero lo cierto es que Diego de Vargas ha sido una persona cabal, honrada y buena, que se lo digo yo, que le he conocido bien».

«Sí, lo habrá conocido bien, y no dudo que haya sido todo lo que usted dice, o que incluso lo siga siendo. Pero, padre, tenemos que tomar este asunto como si de una enfermedad terriblemente contagiosa se tratara. ¿Dejaría usted campar al honrado Diego de Vargas libremente por el pueblo si tuviera la peste? Seguro que no, porque tenemos que proteger al resto de ciudadanos. No me entiendan mal, yo no tengo nada en contra de ese pobre infeliz, pero mi deber es mantener el orden público y por ello no pienso liberar a Diego de Vargas, por lo menos hasta que no tengamos una explicación razonable y que nos garantice la seguridad de la ciudadanía».

Después de soltar su discurso, el señor Coronel retomó su tarea alimenticia y se llevó la morcilla que tenía en la mano a la boca. La mordió y así se quedó durante unos segundos, con la morcilla a medio morder entre sus labios, debajo de su frondoso bigote. Al principio los presentes interpretaron esta posición como una forma de saborear las apetitosas y aceitosas morcillas. Pero después de un rato los presentes intuyeron que eso ya era saborear demasiado el embutido, porque estaba bueno pero no tanto. Finalmente, cuando al Coronel se le subieron las pupilas tan arriba de los ojos que sólo se veía blanco y cuando su pesada cabeza impactó con brusquedad sobre la mesa de madera, los presentes se percataron de que al Coronel le había pasado algo grave, ya que uno no se pega tamaño mamporrazo sobre una mesa ni a propósito ni a sabiendas. La rápida atención de los dos médicos presentes no pudo ayudar al abnegado guardia civil, que murió de un terrible ataque al corazón.

La noticia de la muerte de Don José Romero Rodríguez corrió de casa en casa, provocando la ampliación de los malignos poderes del resucitado. Ahora, además, podía matar a distancia. Y es que la muerte del Coronel coincidió con las muertes de tres personas más en un período de menos de dos días. Muertes, eso sí, de tres ancianos de más de noventa años, que se tenían que morir un día u otro, porque eran más de noventa años mal llevados.

Como no se podía tener más miedo, la gente del pueblo transformó su miedo en furia. No tanto por combatir el miedo, sino más por combatir el aburrimiento, porque estar tan acojonados, siempre metidos en la casa, rezando tanto y suspendiendo verbenas y campeonatos de volea hartan hasta al más apocado y espantadizo de los mortales. Así que, esa misma noche, un buen número de lugareños se encontraron frente al cuartel de la Guardia Civil, con antorchas, azadas y garrotes, y pidieron a los de la benemérita que les dejaran sacar al resucitado para darle un escarmiento que sirviera tanto para un mortal como para un inmortal.

«Pero no me seáis cazurros. ¿Qué queréis? ¿Matarlo?» -«, dijo el cabo de guardia.

«Lo que queremos es desahogarnos, que el que luego resucite no quiere decir que cuando le matemos no le duela».

«Psé… bueno, si visto así… ¡Lorenzo! Saca al «resucitao «, que alguien quiere hablar con él».

Al poco, Diego de Vargas salió a la calle, esposado, desnudo, con la cabeza gacha por la vergüenza. Sus convecinos le rodeaban en silencio. Muchos fueron sus amigos, también había primos y sobrinos. Y, por supuesto, también gente que no le conocía de nada pero que le tenía muchas ganas. Después de unos minutos en los que nadie hizo nada, casi no se oía ni respirar, Diego levantó la cabeza y miró a la cara al que tenía más enfrente. Era Claudio, un amigo de la infancia con el que jugaba de pequeño a descubrir lo que había debajo de las faldas de las mozas. Claudio alzó la gorda vara que tenía en la mano, la mantuvo un instante alzada, y le asestó un vigoroso golpe en un lado de la cabeza, justo por encima de la oreja. Al momento, el resto de los individuos descargó toda su furia sobre Diego, que recibió una tremenda tunda de golpes. A los pocos minutos, cuando todos y cada uno de los presentes ya había soltado su buena ración de porrazos, abrieron un hueco para ver qué había pasado con el cuerpo de Vargas. Estaba muerto. Era lo que esperaban. Pero mientras miraban el cadáver deformado por los golpes, un instantáneo y colectivo remordimiento recorrió sus cuerpos y sus almas.

V

Esta vez no resucitó. Dejaron el cadáver deformado y sanguinolento sobre una mesa del cuartel de la guardia civil durante más de tres meses, hasta que el olor fétido de la descomposición y los gusanos hizo que ya nadie quisiera hacer guardia para controlar otra posible resurrección. Los médicos, los curas y las autoridades civiles y militares pensaron que al pobre Diego se le acabaron las vidas, como a los gatos. Murió cinco veces y la quinta fue la más triste de todas, porque murió linchado por la gente de su pueblo.

Más de tres meses después del linchamiento enterraron a Diego de Vargas en el cementerio de Alcaraz, en la misma fosa en la que fue enterrado ya dos veces. Todos los vecinos acudieron al entierro, el sepelio más triste y silencioso que nunca hubo en aquel lugar. Desde el mismo momento en que mataron al resucitado la tristeza entró en los corazones de los aldeanos y la sufrieron durante todas las semanas en las que esperaron que resucitara otra vez. Esta vez sí querían que resucitara porque necesitaban pedirle perdón, decirle que se dejaron llevar por sus miedos, que no querían matarle a él sino a esa estremecedora cualidad de reenganche a la vida y desprecio a la muerte. Entre la gente del pueblo cundió la creencia de que lo que finalmente mató al bueno de Diego no fueron los garrotazos y pedradas recibidas, sino la pena. Ser asesinado por sus propios vecinos le secó el corazón, que era la poderosa entraña que regeneraba su cuerpo una y otra vez ante las heridas sufridas.

Nunca una tumba tuvo tantas flores. El remordimiento continuó durante años y aquella lápida que tenía una fecha de nacimiento y cinco de defunciones siempre estuvo cumplidamente cuidada y adornada. Hasta los más recios y duros miembros de la Benemérita pasaban regularmente por allí para depositar hermosos ramos de crisantemos, y todos los lugareños contaban en sus casas con emotivas estampas que representaban a un martirizado Vargas, que hasta le rezaban con el cómplice beneplácito de Don Fermín, el cura, cuando la tristeza embargaba sus corazones.    

VI

En un día lluvioso y triste de guerra civil, varios años después de la última muerte de Diego de Vargas, la ciudad de Alcaraz sufrió un pequeño asedio. Algunas bombas cayeron, hundiendo alguna casa y quemando algún pajar, pero sin que ningún vecino del pueblo sufriera daños de consideración. Cuando se recuperó la calma los vecinos quisieron hacer balance de las pérdidas sufridas y rondaron por el pueblo investigando desperfectos. Alguien dijo que le pareció que en el cementerio cayó un obús y hacia allí se dirigió el municipal equipo investigador. Efectivamente, un socavón en un aclarado fue el daño que recibió el campo santo, pero sin provocar graves desperfectos en las tumbas. Salvo en la de Vargas, cuya lápida se había partido y la tierra se había removido, dejando a la vista un pico del féretro.

Con el cariño que todos tenían por esa tumba se prestaron prontamente en arreglar el desaguisado. Con el cura a la cabeza, removieron la tierra que cubría el ataúd y lo sacaron cuidadosamente. Cuando lo dejaron sobre el suelo un tremendo escalofrío se deslizó sobre sus atemorizados cuerpos. Esa caja de madera pesaba muy poco. Nadie habló pero todos se miraron. Fue Don Fermín en el que por fin se decidió a abrir el féretro. Haciendo palanca con una de las palas que acababan de utilizar, forzó la tapa hasta que ésta saltó bruscamente. Se asomaron a un acolchado hueco ocupado sólo por unos sacos vacíos. Se miraron y sonrieron. Las conciencias de los habitantes de Alcaraz quedaron un poco más ligeras. Hicieron algo terrible, eso es cierto, pero el mal pudo ser aliviado. Todos pensaron que Diego de Vargas controló su poder y decidió resucitar en la intimidad. No saben muy bien cómo, pero se las arregló para llenar el ataúd con sacos de patatas, que de eso parecían ser los sacos luego encontrados, pero sin patatas, claro, que fueron consumidas por los gusanos. Desde entonces todos los vecinos creyeron ver al bueno de Diego por diferentes puntos de la geografía española e incluso por el extranjero. Siempre había algún lugareño que acababa de llegar de viaje y contaba que en un mercado, en un bar o en una iglesia se había topado con el mismísimo Diego de Vargas pero, curiosamente, nadie conseguía hablar con él.

A saber dónde estará ahora. Porque seguro que es más discreto con su naturaleza, que la lección la tiene bien aprendida. Pero, bueno, todos esperamos que su inmortalidad sea para bien y que la sepa aprovechar, que ya se ha visto que todo lo que conlleva no siempre es bueno.

Y es que la eternidad es mucho rato.