Entre Maras y Volcanes

Entre Maras y Volcanes (Memorias de un desorientado), una obra de tono autobiográfico con elementos de comedia, drama y crónica social, que narra el viaje de un joven que abandona su vida como consultor en España para trabajar como voluntario en una ONG en Guatemala. Lo que comienza como una búsqueda personal acaba convirtiéndose en una experiencia transformadora en un entorno tan bello como peligroso.

La historia, narrada en primera persona y con un tono cercano y humorístico, aborda temas como el desarraigo, el privilegio, el choque cultural y la necesidad (a menudo torpe) de sentirse útil. A través de situaciones tan disparatadas —entre ellas, esconderse en un ataúd para escapar de una banda criminal—, el protagonista expone su vulnerabilidad, sus contradicciones y su proceso de maduración.

La novela está concluida y tiene una extensión de 52.000 palabras.

Aquí os dejo el primer capítulo para ver si logra captar el interés de algún lector incauto.

En formato PDF:

Para leerlo diréctamente en el blog:

Capítulo 1: El Velatorio

“¿Cómo coño he llegado hasta aquí?”, pensé dentro del ataúd, mientras escuchaba todo el alboroto que se había desatado a mi alrededor.

Unos meses antes era un consultor en una multinacional, vivía en Barcelona, mis mayores preocupaciones eran que la chica que me gustaba no me hacía caso y que no soportaba mi trabajo. Ahora me encontraba dentro de un féretro, en un velatorio en una casa de la colonia de Santa Ana, uno de los pueblos que rodean la ciudad de Antigua Guatemala, escondido dentro de aquella caja porque un par de mareros me buscaban para matarme.

Lo sé, es complicado de entender así de primeras. Vuelvo a intentarlo.

Llevaba ya unos meses como trabajador social en una ONG norteamericana que apadrinaba a niños de los alrededores de Antigua Guatemala. Me habían asignado más de 30 familias a las que tenía que visitar regularmente para darles apoyo, ayudándoles con los problemas escolares de los niños, proveerles de comida si el dinero no les llegaba, o facilitarles los servicios médicos o psicológicos con los que la organización contaba.

Un día me avisaron que el abuelo de una de esas familias había muerto en un accidente laboral. No conocía al finado, había visitado esa familia por primera y única vez unas semanas antes. La apadrinada era una niña de unos 10 años. Conocí a la abuela, que tenía a su cargo a la nieta porque la madre trataba de ganarse la vida por su cuenta en la capital. Hablamos un rato, no necesitaban nada especial de nosotros, pero se sentía muy agradecida por el apoyo a la niña.

Días después me enteré del fatal accidente. Era por la tarde, al final de mi jornada de trabajo. Me encaminé hacia su casa para darles el pésame y ver si les podíamos ayudar en algo. Llegué cuando comenzaban a preparar el velatorio, con aquella vivienda llena de gente, entre familiares, amigos, vecinos y curiosos. El cuerpo del difunto no había llegado todavía.

Intenté hablar con la viuda, pero se encontraba en una de las habitaciones rodeada de otras mujeres, gritando, enfurecida, lo que me dejó perplejo, no me pareció apropiado darle el pésame en ese momento. Así que decidí esperar un poco. No demasiado, pensé, la familia parecía estar bien arropada, sería cuestión de darle mis condolencias, que estábamos a su disposición para lo que hiciera falta y que otro día hablaríamos con más calma.

Entré en la sala en la que iban a colocar el ataúd cuando llegara. Olía a cera y flores recién cortadas. Las paredes desconchadas, con un algunos de cuadros de fotos antiguas y vírgenes, se encontraban flanqueadas por sillas donde varias personas ya se habían sentado. Los cirios encendidos, unas coronas, todo preparado para ubicar el féretro justo en medio.

«Ha sido un accidente en una obra», reveló con aflicción uno de los presentes, todos asintieron con resignación.

Me senté en una de aquellas sillas, mientras aquel individuo seguía dando detalles de lo sucedido.

«Se ve que algo grande le cayó encima».

«Debió morir en el acto», replicó otro.

«Probablemente».

Trabajaba en una obra en Ciudad de Guatemala, explicaron, aunque en lo que le cayó no se ponían de acuerdo los presentes. Lo que fuera le dio en la cabeza y lo descalabró, pero conforme avanzaba la conversación y nuevos contertulios se incorporaban a la misma, el objeto en cuestión aumentó de forma amenazadora su tamaño y consistencia, y se llegó a un punto en el que el pobre hombre había muerto aplastado.

“Joder, espero que lo traigan con la tapa del féretro cerrada”, pensé.

Una mujer mayor, oronda y perfumada, entró en la sala. Observó con actitud altiva cómo se había organizado todo, algo no le gustaba. Señaló hacia los cirios y las coronas de flores.

«Ah, no, así no».

Los presentes nos miramos los unos a los otros, sin entender.

«¿Cómo? ¿Qué pasa Doña Alma?», preguntó una de las mujeres.

«Que, así como está colocado todo, vamos a traer más desgracias a esta casa».

Varias personas se persignaron y se levantaron ante la advertencia de la señora, que exultaba más autoridad que un ministro. Me quedé sentado y expectante.

«¿Y cómo es eso, Doña Alma?», insistió la misma mujer.

«A los muertos hay que ponerlos con los pies hacia la puerta, porque si no traen desgracia a la casa y otra muerte podría cebarse con esta familia, o con los presentes en el velatorio… «, auspició alzando las cejas, frunciendo unos labios con exceso de rímel en modo de advertencia.

Ella misma conocía de algún caso en el que no se cumplieron los necesarios protocolos y no tardó más de una semana en morir uno de los primos, advirtió al tiempo que encerró parte sus dedos en sus puños para hacer el gesto, con ambas manos, de los cuernos. Para más inri, me encontraba sentado justo en la dirección a la que habrían apuntado esas piernas, de haberse colocado mal el féretro.

Por supuesto, todos nos levantamos en seguida para recolocar los cirios y las coronas en la posición correcta, yo el primero, que ni soy supersticioso ni creo para nada en estas tonterías, pero aquella mujer evocó aquel auspicio con tal mal fario que llego a acojonarme un poco, la verdad.

Tras restaurar el equilibrio astral de la sala, la conversación fluyó hacia temas más intranscendentes, lo que acabó por tranquilizarme tras pasar por el mal trago de haber estado a punto de ser víctima de un velatorio que no seguía las normas que dictaba el Feng Shui funerario.

Pero, nada, que el muerto no llegaba. Tras más de una hora en aquella casa, había intentado varias veces acercarme a la abuela para darle el pésame, pero no había forma, debido a la infranqueable escolta pretoriana de vecinas, nueras y plañideras varias.

«Sergio».

Un compañero de la ONG acababa de llegar al velatorio.

«Ronnie, ¿tú también estás aquí?».

Mi amigo Ronnie era otro trabajador social de la ONG, mitad brasileño, mitad norteamericano, voluntario como yo, pero con más experiencia, llevaba ya un año allí, me había ayudado a integrarme en la organización cuando empecé unos meses antes. Un tío cojonudo.

«Sí, antes era mi familia, los conozco bien», aclaró de forma apresurada, parecía nervioso.

«Ya. Pero, oye, ¿qué pasa, que no traen el cuerpo? ¿Crees que vendrá esta noche?».

«Sí, sí, estará a punto de llegar. Lo que pasa es que lo han estado velando en la otra familia».

«¿La otra familia? ¿Cómo que la otra familia?».

«Sí, es que Don Aparicio, el hombre que ha fallecido, tenía otra familia en Jocotenango».

«¿Cómo, que tenía dos mujeres?», inquirí, sorprendido.

«Sí, pasaba unos días allí, otros aquí, tiene hijos y nietos con las dos esposas».

«Joder. ¿En serio?, ¿y las dos lo sabían? Claro, por eso la viuda lanzaba improperios cuando intenté hablar con ella antes, porque le están velando primero en la otra casa…», me revelé a mí mismo.

«Sí, sí, no te preocupes, eso no es importante ahora», Ronnie me llevó a un rincón para decirme casi al oído. «Sergio, he oído que ahí fuera, en la calle, están los de la mara de Napoleón Álvarez, y dicen que están buscando al español, que han oído que estás por aquí».

Mierda, los de mara de Napoleón. Me llevé una mano a la frente.

«Sergio, ¿será por tu lío con su hermana?».

Mara es el nombre que se da en Centroamérica a las bandas que se dedican a actividades criminales, grupos de jóvenes especialmente violentos. La mara de Napoleón Álvarez era la que controlaba los poblados al sur de Antigua, y yo había cometido el error de acostarme con la hermana de su líder. Pero no sabía que era hermana de nadie, de nadie tan peligroso, quiero decir. Fue cosa de una noche por los bares de Antigua, con sus bailes de salsa, sus mojitos, aparece una chica guatemalteca preciosa que me hace caso. Y acabamos, pues eso, liándonos. Lo normal, todo muy bien, muy consentido, que quede claro. Aunque sí que puede que ella me llamara unas cuantas veces los días siguientes y yo, pues… puede… que no le devolviera las llamadas.

«Pues, Ronnie, creo que… a lo mejor va a ser eso».

«¿Porque te acostaste con la hermana de Napoleón?».

«Sí, un poco».

«¿Cómo que un poco? ¿Cómo te puedes acostar un poco? ¿Tan mal lo hiciste como para que te quieran matar?».

«¿¡Que me quieren matar!?».

Fue en ese momento cuando llegó el féretro. Les costó meterlo en la habitación, porque la casa era pequeña, el pasillo estrecho y los portadores del ataúd no atinaban con las maniobras para pasarlo dentro. Ronnie y yo nos vimos obligados a ayudar.

«Tira para atrás, tira para atrás… ahora súbelo… un poco más», indicó uno mientras escuchábamos como el cuerpo se movía dentro de aquella caja.

«¡No! ¡Para, para! ¡Atrás! ¡Atrás! Vamos a intentarlo ahora girándolo al revés», ordenó Ronnie.

No tengo muy claro si aquella última maniobra era necesaria, la de hacerlo girar sobre su eje, que provocó que escucháramos como el cuerpo del fiambre se estampaba de morros contra la tapa. Menos mal que estaba bien cerrada. El caso es que tras tres o cuatro intentos más, acabamos por destornillar las bisagras de la puerta de la habitación para quitarla de en medio. La caída de un par de cirios casi prenden las coronas de flores. El féretro entró por fin en aquella sala.

«Bueno, ya está dentro. A saber cómo lo vamos a sacar después», murmuró Ronnie.

Me indignó que mi amigo se hubiera olvidado del detalle de que había gente fuera que quería matarme.

«Pero ¿¡cómo es que me quieren matar!?».

«¡Ah sí! ¡Y yo qué sé! ¿Cómo quieres que lo sepa? Pero con esta gente no podemos andarnos con diplomacias, tienes que esconderte».

«¿¡Esconderme!? ¿Cómo? ¿¡Dónde!?».

La habitación en ese momento era el camarote de los hermanos Marx, con vecinas, señores con bigote, portadores de féretros, cirios, coronas de flores, un muerto y una viuda, que intentaba entrar rodeada del grupo de plañideras que se hacían hueco a codazo limpio.

«Quédate aquí», me conminó Ronnie. «Voy fuera a ver si los puedo despistar. Tú escóndete donde puedas».

Que me esconda, pero ¿cómo? ¿dónde?

«Don Sergio, ¿usted por aquí? Muchas gracias por venir».

«La… la acompaño en el sentimiento», di el pésame a la viuda, no me había dado cuenta de que se encontraba justo a mi lado. Olía a aguardiente.

«Pero, Don Sergio, he oído que los de Napoleón están ahí fuera buscándole».

«¿Cómo? ¿Usted también lo sabe?».

«Sí, me lo ha dicho mi nieta. Ay, Don Sergio, apenas lleva aquí nada y ya se metió con los de la mara».

«Es que no sabía que era su hermana, si lo hubiera sabido…», alegué con arrepentimiento sincero.

La mirada que la viuda y sus plañideras me dedicaron fue una mezcla de comprensión y reproche. Bueno, la de un par de ellas fue solo de reproche, pero el caso es que:

«No se preocupe, Don Sergio. Vamos a ayudarle, porque es hombre de bien que trabaja con los de Familias de Esperanza, que nos han ayudado mucho con mi nieta, y luego los patojos esos de los Napoleones se creen que son la ley y el orden por aquí, y eso sí que no».

La prédica de la viuda la escucharon todos los presentes en aquella habitación. Tenía pinta de que lo de la mara buscaba al español era vox populi, yo era el último en enterarme. Doña Alma, la experta en geografía de cirios en velorios, se encontraba junto a la viuda, contribuyó al consenso con la sola fuerza de su mirada. Los presentes me iban a ayudar.

«Pero, le advierto, se cuida usted de ser más selectivo cuando tenga que usar lo que tiene dentro de esa bragueta», me sermoneó la señora mientras me señalaba la entrepierna.

Dio un par de órdenes a algunos de los hombres que se encontraban en la sala. Desconcertado, no entendí lo que les había ordenado y, por la reacción de aquellas personas, ellos tampoco entendían.

«¡Que lo saquéis de ahí y lo sentéis en una silla!», acabó exclamando la viuda.

Acto seguido, levantaron la tapa del féretro y empezaron a sacar al difunto. Unos le cogieron por los hombros, otro de la cabeza, varios le agarraban de las piernas. Cuando ya lo tenían medio metro sobre el ataúd le pregunté a la mujer:

«¡Pero señora! ¿Su marido? ¿¡Qué hacen!?».

«Na, na, na, no se preocupe Don Sergio, a este cabrón, jute y pajero ya lo velaron en la casa de la otra. Y con un muerto hoy ya tenemos suficiente, ¿no cree?».

Los porteadores colocaron al difunto en una de las sillas. Mientras trataban de asegurarlo para que no se cayera, porque vencía un poco hacía su derecha, la abuela me ordenó:

«Métase ahí dentro, Don Sergio. Es la única forma, los patojos de la mara están en el pasillo».

Señalaba el interior del féretro, con su brazo estirado, el índice erecto.

«¡Métase ahí dentro, Don Sergio!», insistió la mujer mayor.

Me giré hacia la puerta, vi a Ronnie en el pasillo, de espaldas, hablando con unos jóvenes. Eran los de la mara de Napoleón. No había otra: me metí en aquel ataúd.

Me costó, lo habían puesto un poco alto, cosas de no prever que alguien se encaramaría esa tarde a él. Ya sentado dentro, miré detrás de mí, vi el interior aterciopelado, distinguí unas sombras enrojecidas a la altura de donde pondría mi cogote y recordé que aquel hombre había muerto descalabrado. Mi repulsión a posar mi cabeza sobre aquella mancha fue contrarrestada por la inminente entrada de los jóvenes de la mara, que gritaban desde el pasillo a Ronnie, que se quitara de una puta vez de en medio, que les dejaran entrar. Se escucharon gritos cuando uno de ellos empuño la pistola que tenía en la cintura y la enarboló frente a todos. Desde mi posición pude ver esa mano armada. Ipso facto, me tumbé en aquel ataúd. Pero… era demasiado pequeño, las piernas no me encajaban del todo. Supongo que era un féretro de tamaño estándar para las medidas guatemaltecas y yo no es que fuera especialmente alto, pero mi coronilla daba con la parte superior y si estiraba los pies se me salían de la caja. Así que tuve que girar mis rodillas para encajar mis piernas.

Entonces entraron. Y yo que me hice el muerto.

«¡Español!», gritó uno de ellos. «Un pajarito nos ha dicho que hay un español por aquí. ¿Alguien lo ha visto?».

Los presentes en la sala, menos mal, negaron con la cabeza. No sabían nada.

Ronnie entró tras los mareros, me buscó con la mirada. Se tranquilizó en un principio al no verme entre los presentes, pensó que había logrado esconderme en otro sitio. Así que se giró para salir de aquella habitación con la intención de buscarme cuando reconoció, en uno de los rincones, sentado en una silla, al interfecto que debía haber sido el único protagonista de aquel velatorio. Tras la estupefacción inicial, se giró hacia el féretro y me vio allí dentro, encajado a duras penas entre aquellas maderas.

«But what the fuck«, murmuró Ronnie.

Todo sucedió tan rápido que no hubo tiempo de cerrar la tapa del ataúd. Ahí, dentro de la caja, me hacía el muerto, mientras la viuda y un par de plañideras permanecían junto al féretro, tratando de ocultar mi rostro. Los de la mara rondaban por la habitación, examinando a todos los presentes.

Traté de abrir uno de mis párpados, pero la viuda, que gimoteaba de forma bastante verosímil junto a mí, me puso una mano sobre mis ojos para que los volviera a cerrar. Y me dio un cachete.

Tras un par de minutos, parecía que los de la mara se daban por satisfechos por no encontrar ningún español en la sala, se dirigieron hacia la puerta de la habitación para salir de allí. Entonces, el interfecto real, el que hasta entonces había mantenido un equilibrio envidiable sobre la silla teniendo en cuenta sus circunstancias vitales, acabó venciéndose hacia su derecha y se pegó un trompazo contra el suelo.

Oí el golpe, no lo entendí en ese momento, pero sentí que el silencio que le siguió no presagiaba nada bueno.

«¡Borracho!», exclamó de repente la abuela viuda. «¡Borracho! ¡Qué falta de vergüenza, venir al velatorio de mi marido todo tomado!».

Mi amigo Ronnie fue el primero en reaccionar. Se acercó al difunto, le cogió de un brazo y pidió ayuda a otro hombre que se encontraba junto a él para levantarlo.

«No se preocupe, Doña Sofía, que le sacamos a este de aquí. ¡Qué vergüenza! Hacerle esto a Doña Sofía», le gritaba Ronnie para seguirle la corriente. «Pero ¡cómo te vienes todo tomado al velatorio!».

Los de la mara se reían de la situación.

«¡Ay, qué bolo!», se mofó uno de ellos.

El otro, cachondeándose, le soltó un par de cachetes en la mejilla. Y fue justo esto lo que nos delató a todos. Dejó de reírse de repente. Había notado el tacto frío de esa carne inerte. Se acercó a verle el rostro más de cerca y se dio cuenta de que esa palidez no era normal.

Se giró hacia el ataúd. La viuda, al ver que aquel joven sospechaba algo se tiró sobre mí, a la altura de mi cabeza, y comenzó a sollozar de forma escandalosa:

«¡Mi Apa! ¡Ay, mi Apa! ¡Que se me lo han llevado! ¡Qué va a ser de mí!», gritaba, lloraba, sus lágrimas y su baba me rociaban el rostro.

Las plañideras acompañaron la actuación de la viuda e incrementaron también el nivel de sus exclamaciones y sollozos, arremolinándose alrededor de la abuela.

Ronnie aprovechó la confusión para acelerar el paso, con la ayuda de otro, con la intención de sacar al difunto de la habitación, pero uno de los jóvenes de la mara sacó una pistola del cinto, les apuntó y les ordenó que se pararan ahí mismo.

El otro pandillero se acercó al ataúd. La viuda y sus acompañantes no le dejaban ver mi rostro, pero se fijó en mis vaqueros, las zapatillas de deporte sucias, las piernas flexionadas.

«¡Pero qué carajo!».

Sacó su pistola y empezó a forcejear con las señoras.

«¡Quítense de aquí, coño!».

Y las señoras que no se quitaban, y yo que me seguía haciendo el muerto, y Ronnie y el que le ayudaba soltando el cuerpo del difunto, que cayó al suelo como un saco de patatas.

¡¡¡¡Pam!!!!

El pandillero que forcejeaba con las abuelas se acabó hartando y pegó un tiro al aire.

«¡¡¡¡Caraaaaajoooo!!! ¡¡¡Vale ya!!!», gritó el de la mara.

Yo di un respingo con el disparo y empecé a tentarme el cuerpo, buscando un posible impacto de bala, porque había estado con los ojos cerrados no tenía ni idea hacia dónde habían apuntado. Y encima, en ese instante, no se lo van a creer, pero… se oyó un pedo. Las tripas de alguno de los presentes no soportaron la tensión del momento y se le acabó escapando una larga, sonora y rítmica flatulencia.

Pero nadie osó ni siquiera sonreír por esta inesperada intromisión.

«¡Español! ¡Por fin te encontramos! ¿No te da vergüenza, quitarle el sitio, así, al fiambre de este velatorio?», me gritó el pandillero que parecía llevar la voz cantante.

«¿Yo? Es que, no sé, la cosa… se ha liado un poco…».

En ese momento todos sentimos, como una bofetada, el efecto retardado de la flatulencia que se descargó en aquella habitación unos segundos antes. Diosss… La atmósfera de aquel lugar se volvió irrespirable, aquella fue la ventosidad más horripilante que nunca me he comido. Todo el mundo comenzó a protestar, a llevarse las manos a la cara, se formó un apelotonamiento en la puerta y el pasillo por las prisas de la gente para salir de aquella trampa y encontrar el aire fresco de la calle.

«¡Paso! ¡Paso!».

Los de la mara me agarraron de los brazos, me obligaron a salir del féretro, y aprovecharon la autoridad que les proporcionaba las pistolas, se abrieron camino entre toda la gente. Costó lo suyo, pero acabamos por llegar a la calle, todos dimos grandes bocanadas de aire en cuanto nos vimos fuera.

«Pero ¿qué le vais a hacer?», preguntó Ronnie, angustiado, a los pandilleros.

«Eso es cosa de Napoleón, a nosotros nos mandó que le buscáramos y que se lo lleváramos, a rastras si hacía falta. Y para allá que nos vamos».

Habían aparcado un pickup amarillo justo enfrente de la casa, me subieron a la parte trasera, uno de ellos se quedó conmigo, amenazando a todos con su pistola, el otro se subió al asiento del conductor.

«¡Dile a Napoleón que no lo desgracie!», gritó la viuda.

Esto último lo escuché ya con el pickup en marcha, camino de los cuarteles centrales de la mara de Napoleón Álvarez en Ciudad Vieja, con el traqueteo producido por la amortiguación del vehículo bregando con las calles empedradas, la noche cerrada, húmeda, y el resplandor en el horizonte de la lengua de lava que le caía por una ladera al Volcán Fuego.

“¿Cómo coño he llegado hasta aquí?”, volví a pensar en la parte trasera de aquel pickup. A lo mejor no fue tan buena idea lo de dejar un buen trabajo en España, venir a Centroamérica para tener experiencias y ver mundo…