Tortugas

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(Relato)

El último novio de mi hermano, que era biólogo, metía en casa bichos de todo tipo: camaleones, serpientes, tarántulas… Cuando terminaron la relación, le dejó tres pequeñas tortugas de no sé dónde. Supongo que no le cabían en el coche. El caso es que mi hermano, al que realmente hasta entonces nunca le habían gustado los animales, se encariñó con ellas, les puso nombres de personas y les pintó cosas supuestamente graciosas en los caparazones.

Cuando empezó a salir con su siguiente novio se fue de viaje por dos semanas a China y me pidió que, por favor, pasara a alimentar a las tortugas. A mí tampoco me gustaron nunca los animales y aquello de dar de comer a los bichitos me tocó un poco los cojones, la verdad, pero tuve que apechugar con el encargo.

Como la tercera o cuarta vez que fui a su casa a cumplir con mis obligaciones, me encontré en la puerta de la casa a la vecina de enfrente, Carla, una recién divorciada de muy buen ver. Estaba achispada, me invitó a ayudarle a acabar con una botella de champagne que había empezado. Cosas de un amante casado que la acababa de dejar, me confesó. En algún momento al acabar la segunda botella, los botones de mi camisa saltaron por los aires y la vecina sació su despecho contra mi cuerpo, qué le vamos a hacer. No opuse mucha resistencia.

A la mañana siguiente salí apresuradamente para Alcalá de Henares a la boda de un amigo. Apenas había dormido, el viaje en coche desde Valencia se me hizo eterno, tuve que parar varias veces a tomar café y estirar las piernas, mientras los recuerdos de la apasionada noche con Carla me invadían. ¿Puede que sintiera una incipiente sensación de enamoramiento? Puede ser, por qué no, Carla era una mujer muy interesante, valía la pena tirar del hilo a ver qué pasaba…

Ya en el hotel, salí de la ducha con el tiempo justo para llegar a la ceremonia, cuando Carla me llamó por teléfono. La noche anterior, debido al champagne, a Carla y a la forma en la que decidimos entretenernos, no me había dado tiempo a dar de comer a las tortugas, así que le dejé las llaves de la casa de mi hermano y le pedí el favor de que lo hiciera ella, ya que yo iba a estar unos días fuera. Pensé que me llamaba para que le aclarara otra vez como se hace eso de dar de comer a una tortuga, pero lo que me encontré nada más responder el teléfono fue un sollozo nervioso. Ni rastro de la seductora Carla de la noche anterior, la que ahora me hablaba lloraba, balbuceaba, contaba vaguedades inconexas, apenas la entendía. Entonces, de repente, me soltó que acaba de matar a las tortugas. ”¿Cómo que has matado a las tortugas?”, no comprendía nada, no se me ocurría siquiera como, a nivel práctico, se puede matar a uno de esos bichos. “Si se meten en sus caparazones, ¿cómo coño…”. Seguía llorando, pedía perdón, y yo miraba la hora porque ya llegaba tarde, le dije que no se preocupara, que se tranquilizara, que ya no había vuelta atrás, que hablaríamos después. Me terminé de vestir y me fui a la boda.

La llamé desde la iglesia y luego desde el banquete, pero no me contestó. Al día siguiente volví a Valencia y los animales ya no estaban en casa de mi hermano. Carla no me abrió la puerta cuando pasé a llamarla. Sentí que estaba ahí detrás, con su respiración contenida, observándome por la mirilla. No insistí demasiado y me fui. Le dejé dos o tres mensajes y alguna llamada más, pero ella nunca me contestó.

Mi hermano volvió a los pocos días y estaba tan emocionado con su viaje y su nuevo novio que no se acordaba de las tortugas, no hacía más que contar lo increíblemente bien que se lo habían pasado en China. Cuando yo ya me iba, por fin, me preguntó por los animales. Le conté que un día fui a darles de comer, las encontré muertas y me deshice de ellas. No mostró la más mínima muestra de tristeza, al contrario, me contestó con aire travieso que mejor, que a su nuevo novio no le gustaban los animales…