“¿Te arrepientes de algo?”.
Que si me arrepiento de algo… “Claro, sí, de tantas cosas…”, le respondo a mi amigo tras darle un trago a la cerveza.
Los dos observamos el cielo rojizo desde el techo de la furgoneta, sentados sobre unas sillas plegables, con una nevera repleta de bebidas bien frías, y un cuenco lleno de patatas fritas.
“¿Cuál de esas cosas pondrías la primera en la lista?”, insistió mi amigo.
“Puf… no sé… quizás Lucía… Sí, Lucía. Me arrepiento de no haberlo intentado con ella hace un año cuando nos liamos. No la volví a llamar y no sé por qué, porque ella me gustaba. Ahora ella estará, seguramente, abrazada a su novio en algún lugar no lejos de aquí, esperando a que ese pedrusco de allí arriba acabe por destrozarlo todo”.
Mi amigo asintió, bebió de su cerveza hasta acabarla, rebuscó otra en la nevera. Miré a mi alrededor. La música a todo volumen de una de las otras furgonetas lo inundaba todo. El parking del mirador con vistas a la ciudad repleto de vehículos con gente como nosotros que disfrutaba del melancólico espectáculo del fin del mundo, algunos bailan en el suelo del parking, otros tantos follan en algún rincón más o menos apartado, aunque sin preocuparse demasiado por el que sean vistos.
“¿Y tú? ¿Te arrepientes de algo?”, le pregunté.
Abrió la cerveza y dijo “Naaaa… No, ¿de qué me voy a arrepentir? Lo que pasó, pasó, no soy de mirar atrás”. Tras un buen trago, prosiguió. “¿Y qué más da? Hubiera hecho lo que hubiera hecho ese asteroide de ahí arriba iba a destrozar el planeta de todos modos… Y si hay que acabar así, que mejor que hacerlo junto a un colega, unas cervezas bien frías y unas patatas fritas cojonudas”.
Sonreímos, brindamos juntando nuestras botellas y bebemos un nuevo trago.
“¡No quiero morir virgen!”, nos gritó una mujer desde el parking, algo mayorcita para esas confesiones.
Mi amigo me miró, la volvió a mirar a ella, se encogió de hombros y me preguntó: “¿Te importa?”.
“Adelante”, le respondí.
Me dio un abrazo rápido, bajó y encontraron un lugar bajo un árbol a apenas veinte metros donde saciar sus últimos apetitos.
Tiré mi cerveza vacía a lo lejos, cogí otra, cuando iba a abrirla otra mujer me gritó desde el suelo.
“¡¿Quieres follar?!”.
Abrí la cerveza, le di un trago.
“No, la verdad es que no. Pero me quedan muchas cervezas, ¿quieres?”.
Ella miró a un lado, miró al otro, sin decir nada decidió probar suerte en la furgoneta de al lado. Al poco vi como uno de los chicos bajó y desapareció con ella tras unos matorrales.
El cielo incrementó su tono rojizo, vientos cada vez más fuertes y cálidos lo agitaban todo. Miré el reloj, quedaban menos de diez minutos. La temperatura seguía aumentando, observé que los hielos estaban a punto de derretirse en la nevera portátil.
Pensé: “Mierda, se me va a calentar la cerveza”.