En el cementerio londinense de Bunhill Fields está enterrado el reverendo Thomas Bayes, que murió en 1761, con una lápida en la que sólo se menciona su nombre y el de sus familiares, ajeno a la influencia que su obra está teniendo en el mundo 250 años después.
Escribió sólo un par de libros durante su vida, uno teológico sobre la «Divina Providencia y la felicidad de sus criaturas«, y otro sobre matemáticas, en el que defendía el método del Cálculo desarrollado por Isaac Newton. No es recordado por ninguno de estos dos, sino por el libro que un amigo le publicó un par de años después de su muerte, a partir de unos manuscritos que dejó sobre estadística, en el que desarrolló la base de lo que después se llamó la Inferencia Bayesiana. No está claro porqué le dio al final de su vida por este tema, pero hay quien dice que quizás lo hizo para refutar el argumento de David Hume de no creer en milagros a partir del testimonios de los involucrados.
El caso es que el libro póstumo pasó sin pena ni gloria durante los siguientes dos siglos hasta que bien entrado el siglo XX la aparición de los ordenadores provocó que esas fórmulas que el reverendo planteó resultaran muy prácticas para resolver problemas en campos tan diversos como la medicina, los deportes, la ingeniería, o incluso las leyes, y hoy en día son una parte esencial de los cálculos que los sistemas de inteligencia artificial utilizan para regir nuestras vidas.
Y el bueno del reverendo Thomas Bayes que se murió sin enterarse, sin llegar a imaginar lo que sus ideas, probablemente desarrolladas para calcular las probabilidades de los milagros, iban a dar de sí.
Y todos nosotros, mientras tanto, también ajenos a los orígenes teológicos de las herramientas que utilizan los médicos para calcular la probabilidad de que tengamos una enfermedad, o Netflix para sugerirnos la próxima película que tenemos que ver esta noche.