Hace unos dias caminé por las calles del pueblo en el que viví hasta mis ventitantos años. Las aceras están más arregladas, hay más árboles, más limpieza, más gente charlando en las terrazas de los bares, más bullicio en las plazas.
Recorro las calles y los recuerdos me asaltan en cada esquina, los de un niño cargado con la mochila del colegio, los de un solar que ya no existe en el que jugaba al fútbol, los de un adolescente que espera en un banco a algún amigo, los de mis primeras borracheras.
Camino por las aceras esperando encontrarme con algún conocido pero no les encuentro. Las últimas décadas han traido a mi pueblo gente nueva, no reconozco los rostros, todo el mundo es diferente.
Me siento perdido en mis propias calles, víctima de la paradoja del barco de Teseo, aquel al que le fueron cambiándo las maderas hasta que llegaron a dudar de que fuera el mismo barco. A mi pueblo también le han ido cambiando las maderas. ¿De dónde soy yo? ¿De este pueblo por el que paseo, o solo de aquel que se esconde en mi memoria?
Pero qué espero, si yo también he cambiado. He vivido otra vida lejos de aquí, y en algún lugar leí que las células de nuestro cuerpo se renuevan completamente cada diez años. Si ni siquiera yo soy yo, cómo mi pueblo va a ser el mismo.
Casi al final del paseo, por fin, me crucé con un viejo amigo, nos abrazamos y rememoramos viejos tiempos.
Los dos, mi pueblo y yo, hemos cambiado, porque nada permanece, todo evoluciona. Y a pesar de la paradoja, los dos nos reconocemos.
Yo soy Teseo y este es mi pueblo.