Los seres humanos tenemos nombres para referirnos a las «unidades de materia»: una piedra, un árbol, un león, Juan el carnicero. Es un truco lingüístico que utilizamos para simplificar la realidad, a pesar de que la realidad sea cambiante, ya que Juan no es el mismo ahora que tiene 43 años que cuando tenía 10, o el árbol no tiene el mísmo número de hojas que hace unos días. Incluso la piedra, de forma más imperceptible, no es la misma debido a la erosión. Pero claro, no es práctico cambiar todo el rato de nombre a las cosas, así que normalmente mantenemos el nombre para esas «unidades materiales» (no siempre, a Juan segúramente le llamaban «Juanito» cuando era pequeño).
El filósofo Alfred North Whitehead, profesor de Bertrand Rusell, propuso que la realidad no hay que entenderla como un conjunto de unidades materiales sino de procesos, de interacciones. Nada permanece igual, el cambio es fundamental e ineludible, todas las cosas fluyen, la realidad tiene que ser entendidad como una serie de procesos dinámicos, nunca estáticos.
Pero la simplicación que se necesita para nombrar a las cosas es un obstáculo para entender la importancia del cambio y produce un «espejismo de estabilidad» que nos puede confundir.