Moḥammad ben Musā Khwārazmi, más conocido por Al-Khwarizmi, fue astrónomo y jefe de la Biblioteca de la Casa de la Sabiduría de Bagdad a principios del siglo IX, considerado como uno de los grandes matemáticos de la historia. Sus obras fueron traducidas al latín en Toledo, contribuyeron a la popularización de los números arábigos en Occidente (los números que usamos todos hoy en día), y la palabra Algoritmo proviene de la latinización de su nombre.
Un algoritmo no es más que una serie de instrucciones que deben ser llevadas a cabo para lograr un resultado: se ingresa determinada información y una respuesta sale como resultado. En principio un algoritmo no necesita de las matemáticas sino de instrucciones, y se han utilizado algoritmos a lo largo de la Historia: los babilonios para organizar leyes, los maestros de latín para corregir gramática, los médicos para asignar diagnósticos…
Hoy en día los algoritmos están en todas partes, desde el código de Netflix que te sugiere que película ver, los que calculan que anuncios mostrarte en las páginas que visitas con tu móvil, en las órdenes de compra y venta de la bolsa, en el siguiente video que ver en Youtube o TikTok, en la decisión de que productos colocar en los estantes del Mercadona.
La expectativa es que con la capacidad computacional presente y futura los algoritmos van a ser capaces de producir «outputs» en más y más areas y cada vez van a ser más precisos. Y en principio tiene sentido, pero la complejidad de lo que pasa entre el «input» y el «output» se convierte en una caja negra que invita más al pensamiento mágico que al pensamiento científico.
El riesgo es que un poder computacional más grande no implica que seamos más listos, sino que podemos ser más efectivos en la implementación de nuestras torpezas e imbecilidades. A lo mejor deberíamos pausar un poco el ritmo, aprender de la época de Al-Khwarizmi y reinstaurar ese concepto tan poético de la «Casa de la Sabiduría«.