Las pandemias son cosas del Neolítico. Antes, cuando cazábamos y recolectábamos y vivíamos en pequeños grupos que iban por aquí y por allá, los virus no disfrutaban tanto con nosotros, ya que no disponían de de mercados, estaciones de metro o estadios de fútbol por los que propagarse. Algo que frustraba a estos microbios con tanto afán de notoriedad, porque si surgía una mutación mortal y acababa con una tribu, ¿quién iba a enterarse? A saber cuantas tribus en la historia han desaparecido de la faz de la tierra así y no se ha enterado ni el tato.
Pero fue ponerse a plantar y criar ganado, a apelotonarse en ciudades insalubres, a comerciar y guerrear, y ahí sí, ahí los virus ya sí que sí… Y, lo que faltaba para apuntalar su ego, los documentos escritos de los estragos que causaban, cuanto más confusos mejor, porque, claro, los que escribían por aquellos tiempos no sabían ni de métodos científicos y ni de como describir como dios manda unos síntomas, y con la querencia por las supersticiones por aquel entonces lo mismo le echaban la culpa a un gato, que utilizaban gatos asados con grasa de erizo para las curas. Cientos, miles de epidemias que devastaban regiones enteras, era algo normal pero la globalización permitió hacer un «upgrade» a estos desastres para convertirlos en pandemias, un término algo ambiguo pero que viene a ser algo así como una epidemias que cruza un continente. Desde ese punto de vista, los romanos son los que tienen el dudoso privilegio de ser los primeros en conseguir el grado de pandemia, cosas de sus calzadas, sus guerras y sus comercios, que contribuyeron a que una peste, al que bautizaron antonina, asolara el Imperio entre los siglos II y III d.C.
Y aquí merece la pena detenerse un momento para destacar el efecto transformador de estos jodidos virus. Porque arrasar con la población de un lugar tiene efectos sociológicos, económicos, culturales e incluso espirituales. Se dice que, por ejemplo, que la peste antonina ayudó a cristianizar a los romanos por la cosa del exótico planteamiento de esta nueva religión con lo de amar al prójimo y eso, lo que les hizo quedar muy bien frente a los representantes de otras religiones, que huían de las plagas en cuanto las olían.
«Pestes» o «plagas», que eran los términos que se utilizaban en el pasado para referirse a enfermedades que arrasaban regiones, han habido muchas, de gripe, de tifus, de viruela, de sarampión, la afamada bubónica, fiebre amarilla, difteria… Y en muchos casos se pueden relacionar el inicio de cambios históricos con el vacío literal que dejaron las muertes de las epidemias, como por ejemplo, las muertes de las pestes del siglo XIV en Europa con el inicio de la revolución industrial o el desarrollo de la esclavitud en la Edad Moderna.
Ahora lo podemos presenciar en vivo y en directo, con la pandemia que le ha tocado a nuestra generación. Ya notamos los cambios en el corto plazo en relación a la forma de trabajar y de relacionarse. Los efectos a largo plazo están por ver, pero seguro que más de una cosa del siglo XXIII encontrará sus raíces en lo que estamos viviendo estos días.