A mis hijos les gusta ver la serie «Friends». Y a amigos de mis hijos, y a los hijos de unos amigos. Y, por cierto, a mí también me gusta. A pesar de que la serie terminó antes de que todos estos niños y adolescentes nacieran, hace casi veinte años, las historias que cuenta, los personajes que la pueblan, cautiva a las nuevas generaciones. A pesar del poder de internet, de las redes sociales, de los videojuegos, «Friends» es en uno de los (pocos) entretenimientos televisivos que tiene el poder de convocar a personajes de diferente pelaje alrededor de una pantalla.
¿Qué tiene «Friends» que no tienen otras series? A pesar de su poca diversidad racial (algo que me apuntó una amiga norteamericana), las historias tiene algo de común, de Universal, y tienen el potencial de convertirse en clásicos que seguirán viéndose dentro de 1.000 años. Celos, amistad, conflictos laborales, la relación con tus padres, inseguridades, secretos familiares, amores no correspondidos… Durante diez temporadas la serie toca innumerables temas con bastante gracia, sus tramas se pueden convertir en historias que serán más recordadas que las de Shakespeare u Homero.