Christopher McCandless terminó la Universidad y se dedicó a viajar por Estados Unidos durante un par de años. En 1992 se fue a Alaska a vivir en solitario en medio de las montañas. Unos meses después murió de hambre, probablemente debilitado por el envenenamiento causado por unas plantas que comió.
Un libro y una película, «Into the Wild», le hicieron famoso después de muerto. Hay quien lo admira como soñador, como romántico atormentado que rechaza el materialismo, hay quien lo tiene como un idiota que se mató a si mismo por irse sin preparación a un lugar inhóspito, que murió de forma tonta porque no se había llevado un mapa que le hubiera ayudad a salir de allí en cuanto empezó a enfrentarse a sus problemas.
Hoy, admiradores de McCandless intentan llegar a la zona donde murió, emulado a su héroe, hasta el punto de que el Departamento de Recursos Naturales de Alaska ha tenido que retirar el autobús abandonado en el que vivió porque los excursionistas sufren accidentes e incluso alguno de ellos a muerto.
En mi caso, me atrae la historia de McCandless. Puede que su torpeza provocó que muriera de forma innecesaria, pero fue un tipo valiente que vivió como le salió de las pelotas. La fama postuma que vino después no fue algo buscado por él, es consecuencia de la necesidad de buscar referentes en una sociedad que tiene mucas lagunas.