Hay gente que nace con cara de Filósofo, estoy seguro que cuando nació Ludwig Wittgenstein en 1889, el médico que asistió al partó debió decir algo así como «Jozú, ¡le ha salío un filósofo, señora!».
El bueno de Ludwig se dedicó a estudiar el funcionamiento de la lógica y el lenguaje. Uno de los puntos que defendió fue que no es necesaria una definición exacta de las palabras para entenderlas y utilizarlas. El experimento mental que proponía era la de tratar de definir la palabra «juego». Si lo intentamos no será posible definirla con precisión, ya que podemos hacer referencia a su carácter lúdico, por ejemplo, pero no siempre un juego es divertido (por ejemplo, un jugador de ajedrez rompiéndose la cabeza en un torneo); o podemos hacer referencia a las habilidades que son necesarias para jugarlo, pero muchas veces depende del azar; o podemos intentar definirlo de otras formas pero siempre nos quedarán aristas que la definición no cubre o deja escapar. Pero da igual, a pesar de nuestra inhabilidad para definir la palabra, todos sabemos lo que es «juego», un entendimiento quizás subjetivo y algo diferente según la persona con la que hablemos pero suficiente como para llegar a un consenso.
Y ahí vivimos todos, en medio de este mundo repleto de vaguedades y subjetividades. Pero no pasa nada.