Entra en la casa junto a su perro, un labrador retriever de color arena al que llamó Thor. Le sirve la comida mientras el can espera pacientemente a que su amo le indique que puede empezar a comer. Tras tirar el bote de comida al correspondiente bidón de reciclaje, mira a su perro durante un par de segundos y se siente orgulloso de lo disciplinado que es, ahí, perfectamente sentado, sin mirar el cuenco, sólo mirando a su amo. Por fin, hace un gesto con la mano y Thor se lanza a comer.
Poco antes, en el parque, la mujer con la que estuvo charlando mientras los perros de ambos correteaban le preguntó que desde cuando lo tenía. Él dijo que desde que era un cachorro, que se lo dio uno de sus hermanos. Pero lo segundo no era cierto. Mientras observaba como comía, rememoró el momento en el que lo encontró en aquella casa. Acababa de matar a sus dueños, un trabajo sencillo que le encargaron tan sólo unos días antes. Cuando salía de la casa se topó con aquel cachorro, que le miraba con la cabeza ladeada, le hizo sonreír. Se agachó y le acarició el cuello. Miró a su alrededor y pensó “¿Qué va a ser de ti, pequeñín?”. Tras dudar durante unos segundos, lo cogió y se lo metió en la mochila.
Mira el calendario que tiene en la cocina. Mañana tiene cita con el veterinario para que le revise lo de los parásitos intestinales. El viernes tiene un nuevo encargo, algo sencillo, pero tiene que coger el avión y se ausentará un par de días, tendrá que llevar a Thor al hotel canino en el que suele dejarlo.