Dos hombres se encuentran en el pasillo de un supermercado.
«¿Don Carlos Poza?»
«Sí, soy yo».
Carlos tiene el carro de la compra medio lleno, la persona que ha preguntado lleva traje y un pañuelo en el bolsillo de la chaqueta que hace juego con su corbata. Le entrega una tarjeta.
«Mi nombre es Luis Romero, trabajo para la empresa “Insulting & Cursing”, le comunico que hemos sido contratados para insultarle».
«¿Cómo?»
«Durante los próximos minutos vamos a insultarle y a cagarme en todos sus muertos».
«Pero qué dice… ¿está de guasa?»
«No, no estoy de guasa».
«Pero… ¿y quién le ha contratado?»
«No, me temo que no puedo ofrecerle esa información, es confidencial».
«Pero…»
Carlos mira su alrededor confundido, mientras la persona trajeada que está frente a él se abrocha un botón de la chaqueta, mira su reloj de pulsera y le dice mientras sonríe:
«Y el servicio comienza… ahora…»
El rostro amable del desconocido cambia de forma repentina, mueve la cabeza de un lado al otro, las venas del cuello se ensanchan, sus ojos empiezan a irradiar una ira arrebatada.
«¡Pero serás hijo de puuuuuttaaaa!» – grita el desconocido finalmente.
Carlos se queda en blanco, atónito ante el alarido de aquel individuo. Los clientes del supermercado miran asustados, las madres acercan los niños a sus regazos.
«¡Estúpido de mierda! ¡¿Cómo has podido hacerme esto?!» – continúa el empleado de Insulting & Cursing.
«¿Pero qué coño es esto?» – Carlos mira a las personas que les rodean, vecinos, conocidos muchos de ellos – «¡Este tío está loco!»
«¡Loco yo, hijo de puta! ¡Bastardo de mierda! ¡Loco yo! ¡Gentuza, que eres gentuza!»
Carlos coge el carro y trata de escapar de allí, pero aquel individuo le persigue mientras le sigue insultando:
«¡Lameculos! ¡Comemierda!»
La gente les hace hueco por los pasillos, un guardia de seguridad agarra al individuo que insulta por el brazo.
«¡Sí, sujételo, ese hombre está loco!»
El guardia forcejea con el hombre, momento que Carlos aprovecha para escabullirse. Cuando parece que está a salvo de las miradas de todos, otra persona le toca el hombro y le grita al oído:
«¡Gilipollaaaaaaassss!»
Carlos cae sobre una pila de papel higiénico. Desconcertado, mira a la persona que le acaba de insultar. También está trajeado, con un pañuelo que hace juego con la corbata.
«¡Imbécil! ¡Rastrero!»
Deja el carro, corre por el pasillo, sale del supermercado. En la puerta, otro hombre trajeado le grita:
«¡Mammoooón! ¡¡Hijo de puuutttaaaaa!!»
Corre por el medio de la calle, parando los coches que se cruzan ante él, perseguido por tres, cuatro, cinco hombres trajeados que le gritan como energúmenos.
Cuando llega al portal de su casa, trata de abrir la puerta pero se le caen las llaves. Los cinco hombres trajeados le insultan a un palmo de su cabeza. Tras varios intentos logra abrir, entra en el portal y cierra sin oposición: aquellos individuos no han tratado de entrar en la finca.
Sube corriendo las escaleras, entra en su piso, los gritos todavía se oyen desde la calle. Mira por la ventana, camuflado entre cortinas, ve a los hombres trajeados insultándole todavía, apuntando hacia su salón, la gente se asoma confundida a los balcones, los viandantes se arremolinan en la acera en torno a ellos. Tras unos minutos que Carlos los siente como interminables, una de las personas trajeadas mira su reloj de pulsera, levanta un brazo y hace una señal para que paren. Se ajustan los nudos de las corbatas, se abrochan un botón de la chaqueta y se hacen paso entre el gentío que les rodea.
Carlos ve como se alejan, todavía escondido tras las cortinas. La gente se dispersa poco a poco, comienzan a cerrar los balcones, mientras miran de reojo hacia la ventana del que acaba de ser indultado.
«Halgo habrá hecho», piensan todos.