Juventud envenenada

La conquista de América está repleta de personajes interesantes, crueles y contradictorios, como Ponce de León, un vallisoletano que participó en la Toma de Granada en 1492 y que en lugar de volver a su tierra para continuar con su vida feudal decidió embarcarse en uno de esos barcos que habían descubierto un nuevo mundo al otro lado del océano. Allí se hizo rico como gobernador y gracias al cultivo de la yuca, y se casó con una mujer indígena, al que bautizó como Leonor, con la que tuvo tres hijos, lo que no le impedía dudar de «la racionalidad de los naturales (indios), sostenía que ellos no eran hombres sino bestias y, por lo tanto, incapaces de recibir la fe y de gobernarse a sí mismos«.

Pero los años pasaban y las riquezas no impedían que envejeciera, en una época en la que las historias sobre la fuente de la eterna juventud no se sentían como simples leyendas, sino como posibilidades de algo que podía estar a la vuelta de la esquina. Como la historia del cacique Sequene, en la que un jefe arahuaco de Cuba había navegado a una isla cercana donde «brotaba una fuente mágica cuyas aguas mantenían al hombre siempre joven». Sequene nunca regresó, decían, «porque había preferido quedarse para siempre en el paraíso de la eterna juventud·.

Dicen que fue esto lo que realmente motivó a Ponce de León para organizar una expedición que acabaría descubriendo la península de La Florida. Pero en lugar de la eterna juventud lo que encontró fue una flecha envenenada que le acabó matando.