Últimamente tengo la sensación de que soy más tonto de lo normal. Cada vez es más frecuente el encontrarme en reuniones en las que se habla, normalmente muy deprisa, de temas que no termino de entender, pero los presentes hablan con tal autoridad que me hace sentir pequeñito, muy pequeñito. ¿Es que he llegado a mi límite de mis capacidades, se está cumpliendo en mi caso el Principio de Incompetencia?
Puede ser.
Pero también puede ser que los que hablan tan deprisa y con tanta autoridad no entiendan del todo lo que que están diciendo, que aunque en sus mentes todo encaje, que ellos no traten de engañar a nadie, en realidad son unos «enteraos», unos «cuñaos» en toda regla.
Es sólo una sospecha, una sospecha quizás interesada porque me hace sentir mejor ante mi potencial incompetencia, pero también alimentada por la intuición de que todo lo que nos rodea es mucho más complejo de lo que la mayoría de nosotros somos capaces de aprehender.
A lo mejor los filósofos y profetas han estado equivocados todo este tiempo, ni Aristóteles, ni Lao-Tse, ni Santo Tomás de Aquino intuyeron que la batalla continua e interminable entre el bien y el mal, entre el Ying y el Yang, es en realidad una batalla entre tontos y «enteraos», con zascas de simplezas y cuñadismo que nos dedicamos a diestro y siniestro, en el trabajo, en la política, en las reuniones familiares o en el bar de la esquina.
Quizás todos hacemos a veces de tontos, a veces de «enteraos», en un ciclo que se retroalimenta eternamente.
Quizás.