Fui yo el que le echó a la calle.
Estaba borracho, molestando al resto de clientes que jugaban en el casino, así que le invité primero a que se fuera de forma amistosa, sin armar escándalo. Pero, no, no quiso, se me puso chulito… ¡A mí! Que soy un armario que mide dos metros y él no era más que un mequetrefe. No tuve más remedio: le agarré de un brazo y le llevé en bolandas por el local lo más discretamente que pude, algo que no fue fácil porque no paraba de insultarme. Le tiré a la calle por una de las puertas laterales, le dije que se fuera a dormir la mona a otra parte.
Fue entonces cuando se puso a llorar y… joder, pues que me dio pena. Le pasé el brazo por el hombro, él todavía estaba en el suelo, y empezó a decirme que su mujer le había dejado, que durante el día ya no se acordaba de ella, pero que no quería irse a casa a dormir, porque era en ese momento, cuando se encontraba sólo en la cama, cuando más se acordaba de ella…
«Esto merece una canción», me dijo sonriendo, todavía con los ojos húmedos por las lágrimas.
«¿Una canción? ¿Que tú escribes canciones? Pues a ver como metes esta borrachera en una de tus composiciones…», le contesté con sorna.
«Ya se me ocurrirá algo…» me dijo.
Meses después la escuché en la radio. Era de Sabina, el poeta que es capaz de encajar «el portero, me echó del casino de Torrelodones» en una hermosa canción de amor (o desamor).