Manchas

“En una de mis vidas anteriores fui un coronel del ejército francés durante la Primera Guerra Mundial, morí pulverizado por un obús que cayó en la trinchera mientras arengaba a una tropa que había mostrado excesiva recurrencia a las deserciones entre sus filas”.

Mi amigo, auditor en una multinacional, me revelaba esta extraordinaria confesión pero yo no podía apartar la mirada de la mancha de aceite que tenía en su corbata.

Los recuerdos, me decía, le vinieron de repente, al despertar tras una noche en la que apenas durmió por los ardores que le provocó una copiosa cena en un restaurante indio. A eso de las tres de la mañana pegó un respingo, abrió los ojos y revivió en su memoria los instantes anteriores al bombazo, con una treintena de hombres agotados, deprimidos y asustados que le miraban resignados, mientras él se desgañitaba lanzando soflamas sobre el heroísmo, Dios y la patria, envueltos en un ensordecedor fuego artillero.

De oficial que enviaba a sus soldados a una carnicería segura a oscuro trabajador de cuello blanco que redactaba soporíferos informes contables. “Son curiosos los designios del karma”, pensé. Por respeto a mi amigo reprimí mi sarcasmo o el impulso de llamar a un psiquiatra de guardia, pero no pude evitar que me invadiera una sensación de fascinación. Fascinación por la creatividad de una mente encerrada en un mundo de activos, pasivos y cierres trimestrales, que encuentra en un batiburrillo de historia, religión y violencia una salida a su necesidad de imaginar una vida más intensa, una creatividad que trata de escapar de otras realidades más vulgares, cotidianas, inoportunas, realidades en las que una gota de aceite es capaz de arruinarte una corbata.