Hay personas que tienen la habilidad de abrumarte con su elocuencia, capaces de disparar argumentos y entrelazarlos tan rápidamente que te desarman, te desorientan, te sientes incapaz de rebatirles nada con su mezcla de obviedades, de medias verdades, de parrafadas que no terminan de acabar, que no tienen una dirección concreta. Y al final, agotado, te rindes, olvidas de qué estabas hablando, empiezas a escuchar «bla, bla, blas…» intercalados entre las frases, y cuando tienes la oportunidad de meter baza simplemente no sabes qué decir porque te encuentras en algún lugar del territorio que queda entre la desorientación y la desgana. Ese interlocutor ha logrado que no te importe un pimiento el tema del que estabas hablando, por importante que fuera, y se siente el vencedor de esa batalla dialéctica que acaba de suceder. ¿Me pasa solo a mi?
Y esto podría ser simplemente una anécdota simpática de nuestro día a día, si no fuera porque la sociedad en la que vivimos prima este tipo de personalidades y te los encuentras en los puestos directivos de las grandes empresas y en los cargos políticos más importantes. Y así nos va, claro…