Civilización

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«Es curioso, este iPhone 13 Pro Max 5G, color azul sierra, me costó más de 1.250 dólares hace un mes. Pantalla de 6.7 pulgadas con super retina XDR, processador biónico A15, cámara ultra wide de 12 millones de pixels… Una de las piezas de tecnología más avanzadas de la historia, aquí, en la palma de mi mano… Pero ahora mismo no es más que un pedazo de chatarra inútil comparado con la piedra que estás utilizando para afilar la lanza esa… La vida ofrece a veces paradojas interesantes, ¿no crees?».

Su compañero paró por un momento para mirar la piedra que estaba usando para afilar una rama, luego miró el teléfono.

«Joao, si te hubieras acordado de cargarlo antes estrellarnos en medio de esta selva amazónica, pues otro gallo nos cantaría…».

“Y dale, ¿cómo puñetas iba yo a imaginar que íbamos a tener un accidente con la avioneta?”.

“Bueno, ahora ya da igual… En todo caso lo importante no es la tecnología esa,” dijo el compañero de la piedra señalando el iPhone, “lo importante es lo que está aquí dentro”, afirmó apuntando su dedo a su cabeza. “Los miles y miles de años de conocimiento que se han ido transmitiendo de generación en generación nos va a permitir sobrevivir a este desafío”.

“¿Miles de años de conocimiento? ¿Tú crees que eso nos va a servir de algo? Ni tú ni yo prestamos mucha atención en la escuela, tomamos el camino de la delincuencia, el atajo del tráfico de drogas para ganar dinero fácil. Y ahora estamos aquí, a cientos de kilómetros de distancia de cualquier lugar civilizado, totalmente aislados, sin que nadie nos eche de menos, porque nadie sabe que estábamos volando hoy por estos lares en ese armatoste del diablo…”. Lanzó entonces el móvil con fuerza hacia el centro del río que se encontraba junto a ellos. “Los indígenas que vivían en este lugar hace 10.000 años sabían sobrevivir sin tanto conocimiento de mierda acumulado. Yo lo único que sé hacer medianamente bien es jugar al Fornite…”.

El compañero, tras seguir con la mirada la parábola que describió el iPhone antes de zambullirse en el agua, prosiguió afilando la rama con la piedra mientras comentaba, “Joao, Joao, Joao… Hombre de poca fe… El conocimiento no es algo que se aprende sólo en la escuela, se aprende en la vida, y nosotros tenemos un máster en supervivencia. ¿O qué te crees que han supuesto los últimos veinte años en las favelas? ¿A cuánta gente hemos visto sufrir, resistir, morir? Eso sí que es una selva, y no esto…”.

Se incorporó, observó la afilada punta que había conseguido producir con la piedra.

“Y ahora, Joao, con esta lanza que me he fabricado yo solito voy a ensartar un pez y nos lo vamos a zampar para cenar, ¿qué te parece?”.

Le dio la piedra a su compañero y se adentró en el río, hasta que el agua le llegó a la cintura. Mantenía el palo en alto, preparado para lanzarlo en cualquier momento contra algún pez que le pasara cerca, mientras Joao le observaba sentado en la orilla.

De repente, unas fauces gigantescas surgieron de las aguas, las de un caimán negro de casi 6 metros, conocido en la Amazonía brasileña como “Jacaré-açú”. La mandíbula con decenas de dientes afilados se cerró vertiginosamente sobre el improvisado pescador, arrastrándolo hacia el fondo. Todo fue tan rápido que la presa no tuvo tiempo ni de gritar. El movimiento fulminante de la bestia provocó, además, que el iPhone volara de vuelta hacia la orilla, para caer justo al lado de Joao.

Joao quedó paralizado durante un par de minutos, catatónico, con la mirada fija en el lugar que instantes antes había ocupado su compañero, hasta que alguien, súbitamente, le tocó el hombro. Dio un respingo, vio con incredulidad como junto a él se encontraba una chica rubia, despampanante. ¿Cómo podía ser? No entendía. Señaló entonces hacia el lugar del río donde su compañero acababa de ser devorado por el caimán, pero las aguas estaban ya tranquilas, como si no hubiera pasado nada.

Ante el atolondramiento del joven, la chica se explicó en un más que aceptable portugués: era danesa, trabajaba para una productora que estaba haciendo un documental de la BBC, y apenas a 50 metros de donde estaban se encontraba el campamento en el que se habían instalado. Le invitó a unirse a ellos.

“Sí, por favor”, es lo único que pudo responder Joao. Todavía tenían en su mano la piedra con la que su compañero había afilado la rama. La soltó, recogió el iPhone que tenía junto a él en el suelo, se levantó con la ayuda de la danesa, y caminó cogido de su brazo en busca de la civilización.