«…dio unos lances impecables, con media superior, y luego, en la brega, supo llevar al novillo con los capotazos justos, midiendo muy bien distancias y terrenos. Con la muleta, al segundo de la tarde, que era noble, le hizo una faena tan eficaz como variada, atemperada siempre a las condiciones de la res. Quizás le sobró encimismo…».
(Parte de una crónica de Joaquín Vidal, uno de los grandes críticos taurinos que dio el siglo XX).
El lenguaje taurino es una de las manifestaciones más bellas del castellano, con un vocabulario y terminología específicos, el tono poético de sus descripciones, con expresiones que trascienden lo taurino y acabamos utilizando todos: “echar un capote”, “coger el toro por los cuernos”, “entrar al trapo”…
Lo que me llama la atención es el contraste entre la belleza de ese lenguaje y la atrocidad de la realidad que describe, una realidad de sangre, de muerte, de banderillas, de picadores, de orejas cortadas, de estocadas que hunden una espada en el lomo de un animal, del rastro sangriento que deja en la arena el cuerpo del toro cuando es retirado de la plaza…
El lenguaje tiene el poder de embellecer la realidad, de adornarla, de distorsionarla con sus metáforas, sus alegorías, puede crear idealizaciones sublimes en la literatura o la poesía, pero también es fuente de distorsiones perversas en arengas, en encendidas soflamas, en confusos discursos políticos. El lenguaje no es neutral, es un arma de doble filo, la herramienta sobre la que sustenta, para bien o para mal, el contradictorio mundo en el que vivimos.