Hace casi veinte años visité las pirámides mayas de Tikal, en Guatemala. Estas esplendorosas ruinas se encuentran en un lugar aislado y selvático, y a pesar de ser conocidas por la gente local fueron «redescubiertas» para la comunidad científica a mediados del siglo XIX. Construidas entre los siglos II y X d.C., eran parte de la capital de uno de los reinos mayas más poderosos de su época. Hasta que, misteriosamente, fue abandonada. Debió ser un proceso que duró varios siglos, pero la naturaleza se encargó rápidamente de ocultarla entre la maleza, hasta tal punto que muchos de los edificios, hoy en día, permanecen cubiertos por capas de tierra y vegetación.
Cuando visité el lugar, el guía nos indicó varias pequeñas colinas en las que, según él, seguramente se ocultan más edificios. Recuerdo particularmente un promontorio en el que varios árboles hundían sus raíces y podías imaginarte perfectamente un edificio bajo ellos.
La sensación que algo así te deja es la de fragilidad. Es una cura de humildad para el ser humano, ver que no importa lo grande o importante que fuiste, a la naturaleza no le importa lo más mínimo y en cuanto te descuides te entierra y planta bonitos árboles sobre tus restos.