Vivimos en un mundo lleno de opciones. En el supermercado disponemos de todo tipo de frutas, podemos elegir vinos de diferentes países o yogures con diferentes niveles de protección para nuestra flora intestinal. Ponemos la tele y perdemos un buen rato en elegir qué canal, qué película, qué serie ver. Podemos ir de vacaciones al campo, a la playa, visitar una ciudad extranjera, coger un avión que nos lleve a un país exótico. Toda la música a nuestra disposición en las plataformas digitales por un módico precio, todos los libros del mundo…
Pero la realidad es que nos aventuramos muy poco fuera de nuestra zona de confort. Entre toda esta diversidad tendemos a elegir siempre lo mismo, o parecido, o algo no radicalmente diferente. En relación a toda esa gran oferta, la aprovechamos poco. Probar algo nuevo siempre requiere algo esfuerzo e implica un riesgo, el riesgo a que algo no te guste, y este riesgo, azuzado por nuestra pereza innata, hace que volvamos a elegir lo mismo que la última vez.
Es lo que tiene ser animales de costumbres.