Buena parte de la publicidad no muestra el producto, muestra un estilo de vida que quieren que asociemos al uso del producto. Si lo compras te vuelves más guapo, más atractivo, más aventurero, más honesto, más… de lo que sea.
En un anuncio de perfume lo único del producto que se muestra es el nombre y la botella, el resto es belleza, sensualidad, ambientes oníricos… En el clásico «¿Te gusta conducir?» de BMW sólo ves una mano jugando con el aire a través de la ventanilla, lo que te sugiere es libertad, calma, felicidad… del coche no se ve ni el retrovisor.
Como estrategia para vender está bien: compra mi producto y tendrás todo eso que te sugerimos. Más allá de que la colonia de turno te convierta en más atractivo o comprarte un coche te convierta en un aventurero, que estaría por ver, existe otro problema: qué pasa con la gente que recibe el mensaje y no se compra el producto. Dos escenarios:
- a tí lo del reclamo que sugieren no te afecta, tu fortaleza mental te deja claro que es sólo publicidad que intenta influirte;
- o el mensaje cala, aunque sea a un nivel subliminal, y asumes que no eres lo que la publicidad sugiere porque no tienes el producto (no te lo has podido comprar, no tenemos dinero para todo).
La realidad, para todos nosotros, tendrá un poco de las dos situaciones. Con el continuo bombardeo de publicidad que nos rodea es imposible que ninguno de los mensajes te affecte. Quizás pensemos que nosotros estamos en el primer grupo, el de que le resbala todo, pero seguramente hay muchos mensajes que nos hacen caer al segundo grupo, lo que implica que esa publicidad nos hace un poco más infelices porque nos hacen asumir que no «somos» lo que nos ofrecen.