«Los conceptos filosóficos alimentados en la quietud de un estudio académico pueden destruir una civilización«, solía decir el filósofo Isahia Berlin, parafraseando al poeta alemán Heine, cuando advertía que no había que subestimar el poder de las ideas.
Las ideas son como virus que se transmiten de un cerebro a otro, que mutan, que se reproducen, que mueren, como describió el biólogo Richard Dawkins en su libro «El gen egoista», donde acuñó el término «meme» para referirse a este proceso.
En el pasado las ideas se transmitían con el intercambio pausado de los carromatos o el sangriento de las conquistas, podían tardar décadas o siglos en llegar de un lugar a otro. Pero llegaban. Hoy en día una idea puede recorrer el globo, desde Nueva Zelanda a Alaska, pasando por Dubai, en cuestión de minutos. Un terreno fantástico para las «ideas buenas», pero también peligroso porque las «ideas malas» se pueden propagar con la misma facilidad.
Y de la misma forma que diferentes tipos de virus pueden coexistir, ideas en principio contradictorias conviven también por nuestras sociedades: desde el escepticismo más estricto, al esoterismo más mágico, desde el individualismo más egoísta al colectivismo más anarquista, madridismos y barcelonismos exacerbados, nacionalismos y visiones universalistas, fundamentalismos religiosos y liberalismos sexuales… Un ecosistema de memes contradictorios que se pelean por el control de todos nosotros, sus huéspedes.
Quizás no seamos más que eso, huéspedes condenados a servir a unos invitados, las ideas, que son el verdadero protagonista de la película de la vida.