Érase una vez un poeta que era capaz de escribir los poemas más bellos, los versos más excelsos. Escribía incansablemente cada día, aprovechaba cada momento que encontraba entre su trabajo y sus obligaciones familiares. Una cantidad creciente de cuadernos que acumulaba en uno de los armarios de su casa, pero nunca quiso compartir su obra con nadie, ni familia, ni amigos ni conocidos, por un exceso de celo, o de rubor, o de embarazo. No era el reconcimiento lo que buscaba, sino la simple satisfacción de encadenar palabras para crear algo nuevo y bello.
Murió joven, como mueren muchos poetas, víctima de la extrema melancolía que le provocó el enésimo desamor, el último desafecto. Al poco de ser enterrado un incendio devoró la casa en la que vivía y los cuadernos que contenían toda su obra.
Así fue como toda su poesía quedó atrapada en el limbo, sus versos vagan por el purgatorio de las ideas gestadas y no comunicadas, embriones que germinaron en la mente de su creador y trasladadas a un cuaderno pero que no llegaron a polinizar nuevas mentes. Condenadas a esperar a que alguien las imagine otra vez.